Posmodernismo e ilusiones democráticas

El posmodernismo, más allá de su discurso, es el taparrabos de la política imperialista en Chile y al mismo tiempo la forma específica de las ilusiones democráticas contra las cuales hemos de combatir.

Posmodernismo e ilusiones democráticas

Autor: Gustavo Burgos

Por Gustavo Burgos

Las últimas dos semanas han estado marcadas por indicios que alertan sobre un reanimamiento de la movilización social. El Paro Nacional convocado por la Unión Portuaria del Biobío y el 11 de abril la jornada de movilización convocada por la CUT, son expresiones de este fenómeno aún en ciernes. Y hacemos esta observación cautelosamente por cuanto el fracaso estrepitoso del proceso constitucional —hasta el momento— ha tendido a la estabilización política, expresado ello en la afirmación de la popularidad del Gobierno y en la capacidad del régimen de manejar una agenda marcada por un marcado propósito represivo, punitivista y criminalización de la protesta social. ¿Cómo se explica esta contradicción?

Como primer aspecto, hemos de constatar el sensible desplazamiento de los conflictos a la arena judicial, centrado en notorias figuras policiales (Yáñez, Muñoz) y de la administración municipal (Barriga, Torrealba, Jadue). Esta «judicialización» es característica de períodos de reflujo social en que la institucionalidad y especialmente la burocracia judicial, pasan a transformarse en el escenario normado de una lucha política de baja intensidad. Hoy día, que la principal figura de la izquierda del régimen —el comunista Daniel Jadue— alegue en razón de su anunciada formalización, persecución política por parte del Consejo de Defensa del Estado y el Ministerio Público, sin hacer ninguna referencia a la situación de los presos políticos y especialmente del escandaloso juicio seguido en contra del vocero de la CAMHéctor Llaitul, es una pequeña muestra del carácter de clase aparato judicial y de la estrecha mira con la que las cúpulas de los partidos de Gobierno observan la situación en el país.

Condición necesaria y dato sustancial de la situación descrita lo conforma el peso político que tienen las ideas democrático-burguesas dentro del movimiento de masas. Este hecho habitualmente resulta minimizado por las tendencias revolucionarias, las que permanentemente repiten de forma estéril el supuesto hundimiento de las ilusiones democráticas, confundiendo el indudable hundimiento histórico —que es el resultado del hundimiento general del capitalismo— con el político. Dicho de otra forma, la superación de las ilusiones democráticas de las masas solo podrá materializarse en cuanto los trabajadores sean capaces de construir su propia dirección revolucionaria. Mientras esto no ocurra, naturalmente los trabajadores buscarán respuesta en cualquier referente de masas de contenido burgués, sea de izquierda, derecha, reformista, etc. La situación en la Argentina, con un ultraderechista como Milei capturando el descontento social, es una clara demostración de este problema político concreto.

En el Chile de hoy esas ilusiones democráticas tienen una muy particular conformación y son aquellas que sirvieron de base al fenómeno electoral sobre el cual se apoyó Boric para llegar a La Monedason las ideas posmodernas cimentadas en la política de minorías y de derechos. Tales expresiones siguen existiendo entre los trabajadores y especialmente en aquellos sectores que se movilizan. La burocracia sindical se solaza con el feminismo declarativo de «las y los trabajadores» como si el conflicto social fuese de género y no de clase. En los sectores poblacionales, especialmente aquellos vinculados a las tomas y campamentos, el discurso «territorial» tiene igualmente una fuerte presencia y se traduce principalmente en la idea de que no hay que reclamar la intervención del Estado en sus problemas y que las necesidades de vivienda, educación y aún salud, han de resolverse mediante la autogestión, rechazando todo reclamo político motejándolo de peticionista o intervencionista. Es notable, en otro plano, cómo el reclamo «antirracista» ha ido usurpando el programa de autodeterminación de los pueblos originarios, toda vez que el reclamo racial es igualitarista e integracionista y por lo mismo incompatible con una perspectiva autonomista y de independencia nacional.

Citamos estos problemas no porque creamos que no existen los géneros en la clase trabajadora, que no existen los territorios o que no hay discriminación racial como base de la usurpación territorial del Estado chileno respecto de los pueblos originarios. No, por supuesto que hay géneros, hay territorios y hay racismo, sin embargo, tales cuestiones nunca pueden estar en el centro de un programa revolucionario sustraídos de su origen de clase, que por definición debe buscar aquellas cuestiones que nos unifican y no aquellas que nos separan. Una política revolucionaria ha de perseguir la unidad de la clase, de los trabajadores y el conjunto de los explotados.

El posmodernismo, una forma en extremo erosionada de reformismo, cimentada principalmente en la llamada política de derechos, se expresa de manera dominante en el terreno normativo y declarativo. Su fetichismo por las declaraciones, las normas y aún los cargos institucionales, los hace valorar como si se tratara de transformaciones sociales, banalidades como la declaración de ser Chile «un Estado Social y de Derechos» o la elección de la «primera mujer comunista» en la testera de la Cámara de Diputados.

Se trata de una clara respuesta pequeñoburguesa al conflicto social, un refugio ético, moral, uno de cuyos más preclaros exponentes es el historiador Gabriel Salazar, impenitente exaltador constitucional, delirante defensor de las organizaciones comunales durante la colonia —a las que atribuye efectiva soberanía popular— y en el último tiempo, estentóreo defensor de las instituciones castrenses como reservorio de la identidad y soberanía nacionales. Para Salazar, entrevistado por El País de España en diciembre del años pasado, el conflicto social no tiene que ver con la estructura capitalista, ni con la explotación, ni con la lucha de clases. Para esta gente, para la intelectualidad pequeñoburguesa, todo se reduce a un problema de representación, de figuras jurídicas que mandaten a las autoridades y de promover la capacidad lectora de la población. No es el orden capitalista el que hunde nuestra sociedad hacia la barbarie, sino que es la eliminación del ramo «educación cívica» del curriculum escolar. Parece broma, pero esta gente se presenta como «intelectual».

El posmodernismo —el Gobierno de Boric es una brutal materialización de tales concepciones— se nos presenta contrario a toda concepción general de la sociedad a la que moteja con desdén como «metarelato», contrario a la racionalidad y al pensamiento científico, oponiéndole a estos la «deconstrucción del lenguaje» y contrario a la noción de progreso. La realidad no sería más que un constructo artificioso, lo que caracteriza a esta corriente de pensamiento como contraria a toda noción de revolución. Foucault lo reconoce cuando escribe que,

“No es que estas teorías globales no hayan proporcionado ni continúen proporcionando de manera bastante consistente herramientas útiles para la investigación local: el marxismo y el psicoanálisis son pruebas de esto. Pero creo que estas herramientas solo se han proporcionado con la condición de que la unidad teórica de estos discursos se pusiera de alguna manera en suspenso, o al menos se redujera, dividiera, derrocara, caricaturizara, teatralizara, o lo que se quiera. En cada caso, el intento de pensar en términos de una totalidad ha resultado ser un obstáculo para la investigación”.

(Poder/conocimiento: entrevistas seleccionadas y otros escritos 1972-1977).

El apotegma marxista de que es la realidad social la que determina la forma y naturaleza de las ideas, la que nos permite abordar esta urgente cuestión. El posmodernismo, más allá de su discurso, es el taparrabos de la política imperialista en Chile y al mismo tiempo la forma específica de las ilusiones democráticas contra las cuales hemos de combatir. Lo hemos indicado más arriba: toda política revolucionaria hoy en día es una política de clase y debe orientarse a la ruptura con la institucionalidad y el orden capitalista en su conjunto. Se trata de que los trabajadores se organicen y se movilicen, que hagan lo mismo los pobladores y los más amplios sectores explotados, bajo una perspectiva general de revolución social asentada en el gobierno de la clase trabajadora. Se trata de desplegar en la lucha de clases un implacable combate por la defensa de las conquistas sociales y por las urgentes reivindicaciones que el proceso reclama. Por lo mismo, la tarea que tenemos enfrente no es abrir un debate académico, sino que por el contrario derrotar en la práctica política cotidiana las concepciones reaccionarias del particularismo, de la política de minorías y derechos cuya única función política es dividir el movimiento, desmovilizar y asentar las ilusiones en la democracia burguesa y el orden social que sustenta.

Por Gustavo Burgos

Columna publicada originalmente el 19 de abril de 2024 en El Porteño.

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