Sospecho de la tarea de escribir sobre masculinidad y además, me sobrepasa. No me gusta el tema; creo que cuando los hombres escriben sobre masculinidad, sucede lo mismo que cuando los militares piensan lo militar “críticamente”: termina todo en el aggiornamiento y perfeccionamiento del militarismo. Yo no quiero ser cómplice de ello. Se trata de relatar cómo entiendo la masculinidad a partir de ciertas definiciones, pero entrar en ese relato y en esa escritura ni me gusta ni me tienta. Sospecho de ella, porque sospecho de mí, en tanto hombre que escribe de masculinidad. Escribiendo estas líneas seré un capitancito jugando a ser crítico con su ejército.
Por otra parte ¿quién dice que soy un hombre? Lo dijeron mi madre y mi padre, lo sabían o alguien se los dijo o era necesario ser alguna cosa, hombre o mujer. El asunto es que por mucho tiempo yo estuve convencido de que era un hombre. ¿De dónde viene ese convencimiento? Viene de la familiaridad y seguridad con la que me trataban como a un hombre, siendo niño, siendo adolescente, siendo adulto. Esos códigos, esos juegos, esas palabras, propias y adecuadas para convencer y convertir a un niño en hombre se me dieron a mí sin titubeos y sin ocultamientos. Me fueron haciendo hombre, me fueron produciendo hombre al mismo tiempo que me iban haciendo pobre, con hambre, descartable.
En esa trayectoria, fui siendo hombre, siendo construido hombre. Pero es difícil que alguien esté totalmente construido del modo que se quiera. La totalidad es la muerte. Por eso no soy hombre, aunque fui construido como tal a partir del descubrimiento -en el parto, supongo- de que yo traía conmigo las piezas necesarias para designarme “varoncito”. Fui nombrado como tal y en mí se asentó la convicción de que era tal. Fui hombre, el tiempo que lo fui, porque estaba convencido de ello y quienes tenían trato conmigo, parecían estar de acuerdo con esa opinión.
No se si me gustó serlo o no, creo que ser o no hombre, vivirme como tal, no tenía para mí la importancia de otros asuntos: comer ese día, tener donde dormir ese día, algo para no sentir frío, algo de dinero para la casa. La pregunta por el gusto de ser, sentirte o estar hombre, tenía menos importancia que la pregunta por lo humillante, odioso y maldito que es ser pobre y no tener para comer. Aún así, claramente era hombre. Me daba cuenta de ello: debía ir a trabajar, ganar algo de dinero, hacer algo para no morirnos de hambre y no pasar tantas humillaciones. Ser hombre significaba trabajar. Ser niño hombre significaba repartir tu tiempo entre estudiar y trabajar (¿y jugar?: si te quedaba tiempo restante).
No me gusta ser hombre, por eso he dejado de serlo. Tampoco quiero ser mujer, transexual o lo que se quiera, si todo ello va -como va- asociado a explotación, dominación, clasificación. No me interesa. Así como supe que era hombre (porque hubo el convencimiento de que lo era) así he sabido que ya no quiero serlo porque he ganado el convencimiento de que no es lo mío. Ya hay muches que quieren ser hombres, felices elles, yo no me opongo a que lo sean.
Me di cuenta de que era hombre exactamente cuando empecé a no querer serlo: cuando miré hacia ese atrás ficticio que es mi pasado y rememoré días de trabajo, hambre, rabia, llanto y humillación. De ahí en más no quise seguir esa senda: la del hombre pobre, pobre hombre. ¡Que sean hombres los ricos, que tienen plata para serlo!, ¡que sean mujeres las ricas, que tienen dinero para serlo! Los pobres siempre seremos cualquier cosa: putos, maracas, travestis, maricones, transexuales, cualquier cosa barata y rara en el mercado del placer de los ricos y las ricas. Los pobres no tienen género, o los tienen todos, son unos des-generados, un objeto al alcance de la billetera de los ricos que son quienes nos clasifican. Si fui hombre, pobre, hambreado, fue porque a algún rico o rica le convenía que así fuese.
No quiero estar más a la conveniencia de esos ricos, no me interesa satisfacer sus expectativas ni sus demandas, no soy su oferta. No quiero cumplir ninguna expectativa asociada a una cuestión de género: no quiero ser el hombre adecuado ni la mina adecuada ni la trans adecuada. La identidad es adecuada y útil al placer de los ricos, sirve para acrecentar su zoológico humano, su colección de experiencias. Acabados los territorios por descubrir y conquistar, el hombre rico inventa nuevas categorías, nuevos cuerpos, nuevas miradas que sumar a su colección.
Yo no quiero ser parte de ese insectario. Ya lo fui. Escapé, arranqué. Ser hombre forma parte de un estándar útil al goce estético y sexual de una estirpe planetaria que se satisface en follarse cada categoría existente: si fui hombre, pobre, chileno, bizco, chico, y me hicieron e hice de izquierda, leído, rebelde fue, sin duda, para el morbo y la calentura de unos (y unas) cuantos ricos necesitados de la viva pornografía que es la vida hambreada, humillada e insatisfecha de los pobres, obligados a violarse, matarse, comerse entre sí para placer del voyeurismo de los ricos. A lo que era yo mismo en esa época lo intentaron violar, lo abusaron, tocaron para placer de algún otro invisible, lejano, adinerado, por interpósita persona.
Por eso, al mismo tiempo que descubrí que era hombre, pobre, miserable, rebelde, izquierdoso y rencoroso me puse a la tarea de dejar de serlo, para no formar parte del espectáculo, de la tarea, del destino.
por Pelao Carvallo