Siempre quiero fumar menos
Por: Romina Reyes
Una bomba de humo a la distancia
es el momento en el que todo pasa
bajo del éxtasis
con la cabeza golpeada
he pasado toda la noche sin dormir, bailando frente al mar,
observando el amanecer de Maule, Coronel
en mi última huída
me enamoro de la ciudad, la lluvia y el frío
la cercanía de la playa
las diagonales
la mayor cantidad de cerros y de árboles.
me enamoro de la casa, y luego del hombre.
quiero besarlo, echada a poca distancia sobre el sillón.
él sana un divorcio con una planta y dos gatas.
por una copa me saco la ropa
la promesa de una noche entera sin sentir frío.
Sé de tu alcoholismo y tendencia a las drogas.
Me pregunto si trabajas, que es lo único que realmente importa.
La imagen de un yonqui operativo queda en mi mente.
Eres sincero respecto a todo,
tu resaca
tu incapacidad de conseguir una erección,
pero yo tengo la maldad metida en la cabeza.
mi pelo de dos colores, las mejillas extremadamente rojas, los pasos de baile y el narcisismo.
La melancolía de los hombres abandonados
un perfume que me amarra
me vuelve perro
artificialmente despierta te escucho hablar en abstracto
Qué fascinante, digo, y suena una canción sexy
Voy y te doy un beso con la promesa de ser suave
acaricio un cuerpo fracasado
a ratos me olvido de tu nombre.
Sin haber dormido nada tomo café con whisky bajo la lluvia
llamo a los carabineros porque frente a nosotras, un hombre acaba de golpear a una mujer.
Sigo esperando que me crezcan las tetas
Por: Catalina García
Las miro por debajo de mi polera. Son dos puntos distantes uno del otro. Si cruzo mis brazos apenas se juntan. Siempre dejan un espacio vacío: una línea de piel lisa y escuálida que desemboca en el ombligo.
«No hay caso», me digo convencida. Aquí no hay nada.
El único camino natural posible, dice la ciencia, es la maternidad: cargar un niño en el vientre y leche en los senos. Pero yo no quiero tetas biológicamente funcionales; en cambio, quiero unas redondas y turgentes. Con gracia. Que luzcan bien. Que me generen deseos de agarrarme una mientras esté trabajando, sin ningún motivo, salvo disfrutar de mi propia carne.
Pero no están y me apreto mi pequeño seno izquierdo por inercia para confirmar esta ausencia. Soy 34B pero casi nunca uso sostenes. La gravedad podrá venir y amenazarme, pero no veo modo de que mis pechos caigan. Y si caen, ya saben: nadie lo notará.
Mi relación con las tetas se remite exclusivamente al sexo. Sólo me acuerdo de que existen cuando estoy culeando y al otro se le ocurre chuparme las tetas. Pienso, a veces: ¿Qué habrá esperado x al quitarme la polera? ¿Reparará en mi pechos pequeños? Y luego lo medito bien. Cuando estoy caliente poco me importa la figura del otro. Después hasta la olvido, como si lo único que me pareciera relevante recordar es su rostro para que no me sea un desconocido.
Mantengo una mínima ilusión de que me crezcan las tetas. Es una esperanza absurda, considerando que mi cuerpo abandonó la pubertad hace un tiempo. De hacerlo, será en la medida de lo posible, con cambios débiles e imperceptibles que no supongan alteraciones de orden. Me pongo un sostén y sitúo mi mano entre la piel y la tela. Mido. «Aquí entran cinco dedos»,. Algo bueno: aún hay espacio.
Vámonos de viaje
Por: Catalina H. Segura
Es la condición de estar en otra parte. Me dijo jurando que yo no me iba a dar cuenta de que citaba a los Bándalos Chinos.
El Pancho es de esas personas que hace su mochila dos días antes. Siempre piensa que el día del viaje todo va a salir mal, que se va a enfermar de la guata o que habrá un taco gigante de camino al terminal. Cuando está emocionado por algo no le dice a nadie para no arruinarlo. Es como si pensara que siempre hay alguien escuchándolo.
Ese jueves no parábamos de imaginarnos a los dos en la playa. Yo había terminado de escribir una nota que se titulaba “10 islas paradisíacas que no conocías y que seguro has tenido cerca” y él una sobre la técnica del 4–3–3–4 para dormirse en 5 minutos. Estábamos los dos de espalda casi pegados al ventilador, dejando que nuestras poleras se levanten un poquito con el aire y de paso enderezándonos.
Llevamos cinco horas sentados en la misma posición, me quejé. Si sé, me dijo y me empezó a pegar codazos mientras tarareaba otra de los Bándalos Chinos contando los minutos para nuestro viaje al litoral.
Entrando a mi casa busqué mi polera favorita, un short y me amarré un polerón en la cintura, agarré la mochila más chica y metí un pantalón, un cuaderno, mi cepillo de dientes y el moledor. Cuando llegué al terminal él cargaba una mochila tan grande que me hizo reír antes de encontrarnos. Siempre terminamos ocupando algo de su mochila, scotch, hilo, aguja, termo, ibuprofeno, ketoprofeno, mantita para el pasto, gorros, lentes de sol y todo lo que piensa le podría faltar lejos de casa.
A pesar de su organización obsesiva, a Pancho le gusta el caos y el hostal que reservó queda en plena subida Cumming, entre medio de dos bares con mini terrazas que desbordan personas por las calles. Como si las mesas estuvieran mitad adentro, mitad afuera.
Pasamos un pasillo gigante y alfombrado para entrar a nuestra pieza, que tenía el techo más alto que he visto, lo que hacía que la cama de dos plazas y el velador con la tele encima se vieran como legos en una caja gigante.
Apenas entramos le dije que fumáramos un pito y saliéramos altiro. Siempre estoy tentando a su colapso. Le carga que todo sea rápido o espontáneo, lo pone de mal humor. Pero como nunca, esta vez me hizo caso y para mi sorpresa, sacó una petaca de whisky de su mochila gigante. Me miró mostrándome casi todos los dientes y nos metimos los dos al baño, él se sentó a enrolar y yo me empecé a encrespar las pestañas. Escondimos su mochila debajo de la cama y salimos a caminar sintiendo el mismo viento rico del ventilador pero en la vida real.
La noche porteña nos llevó como olas por todo el centro y terminamos bailando techno en el Máscara, que tipo 6 cerró dejándonos con los movimientos intactos. Pero no tan definidos como para entrar a otra disco, ni tan piolas como para irnos a un bar. Como Valparaíso me recuerda a Puerto Montt, le dije que buscáramos la escalera más amigable para terminar el carrete. Nos pasamos a comprar un pack de chelas y nos sentamos a cinco cuadras de nuestro hostal.
Al pancho le conocía todo. Las cicatrices, los lunares, los ronquidos, los tipo de sonrisa y su tono de voz cuando quería pedirme algo. Por eso le pregunté tantas veces por ese nuevo punto rojo que tenía en el brazo. Después de varios intentos por descubrir su origen, un aluvión salió de su boca. Me pinché ketamina en el brazo, me dio un loco en el baño. No le achuntó. Me puso aire en la vena. Yo creo que me voy a morir en 20 minutos y apoyó su cabeza en mis muslos amarrándose con los brazos a mis pantorrillas. Yo me reí fuerte y le apreté la muñeca con una mano y con la otra me refregué los ojos como queriendo enfocar el lunar.
Ya lo googlié, me dijo despegando la mitad de su mejilla. La entrada de aire en un vaso sanguíneo crea burbujas que se llaman émbolos que me van a matar. Yo trataba de quedarme quieta entre mi tambaleo y mi risa nerviosa. Él empezó a llorar y a decirme que siempre había querido ser animador de televisión. Yo me reía más fuerte hasta que me uní al llanto.
Esperamos su muerte en la escalera hasta las 10 de la mañana y fuimos a buscar nuestras mochilas. Al día siguiente renunciamos a ese diario. El Pancho anima un programa por Instagram y yo lo hueveo siempre con que está cumpliendo su sueño, aunque diga que mi recuerdo es falso.
No quería verlo
La comida italiana me cae pésimo. Desde que preparaste ese rissotto de champiñones después de haberme pasado la lengua por el estómago que lo vengo pensando.
Otra cosa que me cae pésimo es tu afán por darle likes a mujeres en tus redes sociales, ¿Para qué?, si aún sabiendo lo tóxico que es que te lo recrimine, ¿Por qué no mejor dejas de hacerlo? de esa forma no alimentarías mis fantásticos dotes de investigación.
Si te imaginaras cómo estoy ahora, tomando una copa de vino, escuchando versiones italianas de grandes éxitos románticos y pasando de persona en persona a las que les ha gustado tu última foto, esa que te tomé la mañana del domingo porque tus pestañas se veían encrespadas y largas, pero que cada vez, con cada Me Gusta en fotos de cuerpos y bikinis, en mi cabeza se van acortando como pestañas de chancho.
Hasta ayer me culpaba todavía de perder el tiempo revisando tu Instagram como una vitrina de amenazas e inseguridades, pero hoy, cuando me agaché para buscar mi calcetín perdido debajo de tu cama y encontré ese collar de corazón que tenía puesto la mujer número 7 de mi inspección, me felicité por haber identificado a la morena que tiene un perro gigante metido adentro de su departamento y su perfil público.
Pienso que todos los aritos que perdí entre tus sábanas también pasaron por ese rincón oscuro del secreto. Y aunque no quería verlo, me ayudó para empezar a soltarte, a dejarte ir libremente por el camino del joteo.
PD: En el amor todo es empezar, así dice la Rafaela Carrá.
Con aversión, la ex, ex Stalker
NEDS y la dicotomía de la violencia en la educación
Esta semana se entregaron los resultados de la PDT (prueba de transición) abriendo nuevamente un debate académico a partir de los puntajes obtenidos por los colegios privados y los públicos. La brecha social no solo se mide en una abismante distancia entre los puntajes nacionales y el general de puntajes de colegios públicos. Nos obliga a pensar y re-pensar el tema desde todas las aristas posibles. A pito de esto el comentario de hoy se enfoca en este tema educacional, el cual –casi como un género ya a esta altura– ha sido tratado en muchas ocasiones desde el cine.
NEDS es una película británica que se centra en los “NEDS” (no-education delinquents) jóvenes del Reino Unido que en la década del 70 armaban subculturas en las que la filosofía predominante era la violencia y la rebeldía ante todo tipo de autoridad. La historia transcurre en este contexto social y describe la vida de John McGill, niño genio que sueña con llegar a los cursos más elevados y ser el alumno más destacado de uno de los colegios más prestigiosos de Escocia. Sin embargo, su origen social es una traba en este camino; hijo de un padre alcohólico, maltratador, y hermano de un líder de una banda juvenil violenta.
La película parte con el primer día en el que John llega a la nueva escuela. Como recibimiento recibe la amenaza de un joven marginal quien le promete golpearlo todos los días. Ante esto John no puede evitar contarle lo sucedido a su hermano Benjamín, quien rápidamente se toma venganza. A partir de su posición de excelente alumno, pero lleno de cobardía para el mundo de la calle, John comienza a identificarse con la banda de su hermano siendo parte de ésta y viviendo todos los códigos de amistad y lealtad que son parte de ésta. John muta sacando todo un lado ultraviolento que estuvo conteniendo durante varios años cayendo en un espiral de desgracias y soledad.
La película es ruda y ofrece un retrato interesante de la crudeza de la sensación de desamparo de la juventud inglesa en el periodo, cuya configuración de identidad es entregada por la calle, la violencia y, muy pocas veces, por la institucionalidad. El ojo crítico de Mullan muestra a una juventud estigmatizada por ser violenta; los NEDS son despreciados, pero al mismo tiempo, marginalizados y descartados de la sociedad. En este sentido, es muy interesante como la película retrata el sistema educacional del UK de la época, con un profesorado compuesto íntegramente por hombres y con una estrategia de enseñanza que corregía los errores con golpes. El antiguo paradigma de que “la letra entra con sangre”. Por su parte, la película también triunfa en el retrato familiar, evidenciando espacios íntimos frustrados, como senos identitarios destruidos. Tanto en la casa como en el colegio la violencia siempre está presente. En ese sentido, al menos en la calle, la violencia es escogida.
A nivel discursivo lo más interesante de la película es cómo trata el tema de los NEDS. Los marginalizados de la sociedad (por cometer pequeños delitos) encuentran en sus lógicas internas códigos amistosos, leales de camaradería que son imposibles de encontrar en las culturas parentales. El paradigma de la educación se metaforiza en John como fracaso de todo un sistema de control social. John es un niño genio, pero a costo de reprimir toda una violencia invisibilizada.
Todo lo que el niño aprendía en los libros contrastaba con la violencia social de la configuración social del Reino Unido. La ultraviolencia de John es producto de los golpes en el colegio, en el reiterado abuso de su padre a su madre, en el abandono de las instituciones y en la presión constante del mundo adulto por someter a la juventud a una noción nociva de éxito profesional. En este sentido, los NEDS aparecen como grupos que se forman buscando espacios de libertad en los cuales surjan posibilidades de construcción de subjetividades. John, a pesar de que con ellos exacerba su ultraviolencia, también aprende con ellos los únicos códigos morales que pueden ofrecerle una esperanza de un futuro mejor.
Mención especial la actuación del protagonista, que encarna a un John de un modo poderoso. Lo mismo los jóvenes que encarnan a las bandas rivales, con un naturalismo que puede explicarse en que actúan de sí mismos. Si bien audiovisualmente no es la mejor película, sí vale la pena mirarla desde el foco político que trae consigo. Vale mucho la pena el enfrentamiento de John contra Jesús y el poético final con los leones.
En momentos en que los puntajes nacionales crean la falsa ilusión de triunfo del sistema educativo entregando laureles a la educación privada, películas como ésta obligan a preguntarnos por los John chilenos, aquellos que están en la sombra del éxito y aquellos que han formado su personalidad desde la violencia y abandono del sistema escolar público.
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