Editorial Aparte, 2022
La voz detrás de estos poemas tiende a destacar el hábito de la contemplación. Reafirma la poesía como un concilio. Desde las hebras de luz, el extravío de los cangrejos, o la delicada y casi evanescente sensación de alguien que, en algún punto indeterminado, ve crecer un poema, todo parecer devenir escritura. Antonia Torres en Los detalles del mundo es consciente de esas pequeñas o abismantes distancias que impone el cotidiano, y esa vigilia le otorga validez a todo aquello que sea capaz de colarse en el cuadro, desde la experiencia a la imposición de formas que expira el paisaje, por muy elementales que parezcan, entiende que son eslabones, hebras en el tejido de una escritura mayor.
El libro se abre con la imagen de personas que refulgen bajo un sol de atardecer. Luego la oscuridad que imponen las persianas rompe ese diálogo en donde cabe preguntarse si la felicidad es visible. Pareciera ser que la autora emprende un viaje, y ese viaje es también el resabio de toda una vida.
A lo lejos a orillas del río
parejas de jóvenes al atardecer.
Estoy en un balcón
mi amiga se cruza ante mí con las tazas y el café
¿se puede ver la felicidad?
Por otro lado, la brevedad de este trabajo no se traduce en textos que carecen de densidad, pues, muy al contrario, en poco más de 20 poemas la autora entremezcla imágenes que traducen la intimidad con el recuerdo que aflora del medio en el que está inmersa, repleto de texturas y formas que parecen dialogar, o al menos, propiciar una comunicación que va más allá de la simple enumeración. En el poema “Hallo el brote de un poema tirado a la orilla del camino” Antonia escribe:
Quien haya besado la hoja verde de un poema
no necesita más
quien haya puesto su frescor sobre los párpados
calma la fiebre de la mirada
y sin embargo
todas las primaveras llegan tarde.
Así, los recursos que la autora emplea logran diversificar la experiencia, pues la poesía está contenida también en lo inanimado, y su trabajo no se nutre exclusivamente del paisaje interior, pues afloran los detalles de un mundo que es complementario: por un lado, el contraste de la luz invernal, por otro, el desenfrenado amor por todo aquello que distrae la mirada. De esta manera, los detalles que se inscriben en estas páginas parecen alejarse del sentido común que poseemos de las cosas, puesto que anuncian la extensión de una realidad particular e íntima, que no deslumbra sino por como trasciende en el conglomerado. Dicho de otro modo, en este libro la nieve tiende a representar la voluntad del silencio, y las olas –eternos símbolos del estío– se atribuyen el paso del tiempo, pues son además “la estampa de la edad / que hemos perdido cada verano en la vigilia”.
Antonia Torres en este libro logra dejar en claro la madurez de su trabajo, y reafirma lo lejos que se sitúa de aquellas pretensiones que aspiran a oscurecer la poesía, o a derivar en una especie de narrativa en la que tiende a sobresalir el anecdotario personal o el culto a las ideas. Muy lejos de aquello, en este libro hay una escritura que adopta las formas del silencio, pues sabe dónde disponer la respiración. Aquí hay un ejercicio que toma tiempo, pues hay que aprender a enfocar, o al menos así lo vaticina su propia escritura:
Cruzada por las líneas del fin
atravesada por la certeza del tiempo
no puede dejar de mirar las cosas mientras mueren.