La guerra de la derecha contra las mujeres no es ciertamente una novedad. Como muchos —si no casi todos— los elementos primitivistas que conforman la plataforma cultural de la derecha, su miedo y rechazo a todo lo relacionado con el sexo (aparte del acto de la procreación) deriva de sus lazos con la iglesia. La guerra de la derecha contra las mujeres ha ido ganando ímpetu y atención mediática en los últimos meses principalmente como resultado de las mayorías integristas que gobiernan muchos estados del país (U.S.A.), mayorías que han estado usando su fuerza política para aprobar un histórico número de nuevas leyes represivas de los derechos de libertad sexual de las mujeres. Pero esto es simplemente la encarnación contemporánea de una larga y gloriosa historia de represión por parte de la iglesia (léase los hombres) de los derechos y prácticas sexuales de las mujeres (pero no de los hombres).
Puede ser una sorpresa para algunos de vosotros, como lo fue para mí, que la guerra contra las mujeres se remonte, de hecho, a fines del siglo cuarto. Encontré un ensayo fascinante y de un rigor científico inmaculado escrito por Max Dashu en 2004 y titulado “Herbs, Knots and Contraception” (“Hierbas, nudos y anticoncepción”). En él documenta la larga campaña de siglos llevada a cabo por la iglesia para ilegalizar y castigar todos los esfuerzos de las mujeres por tomar el control de su propio destino reproductor. Tales prácticas fuero etiquetadas como “brujería” y fueron objeto del máximo nivel de castigo y condena.
Los sacerdotes acusaban frecuentemente a las mujeres europeas de practicar magia sexual. Los libros penitenciales se refieren frecuentemente a pociones de amor [Rouche, 523]. Pero la brujería sexual fue más allá de conjuros de amor o incluso de la temida (y popular) magia de impotencia. Los primeros escritores medievales muestran que las mujeres usaban la medicina herbal y la brujería para controlar su propia fertilidad y sus embarazos. Obispos de Francia, España, Irlanda, Inglaterra y Alemania promulgaron cánones prohibiendo a las mujeres usar métodos para controlar su propia concepción y realizar abortos.
Agustín de Hipona, o San Agustín, creía que todas las personas tendían hacia el mal y debían ser objeto de castigos físicos cuando permitían que el mal dirigiera sus acciones. Creía que el pecado original de Adán y Eva dañó su naturaleza mediante la concupiscencia o libido, que afectó a la inteligencia y voluntad humanas, así como a los afectos y los deseos, incluyendo el deseo sexual [1]. Fue el concepto de pecado original de Agustín lo que prendió la guerra de la iglesia contra el sexo y, a su vez, su guerra contra las mujeres. Desde luego, en aquellos tiempos la habilidad de controlar el nacimiento de niños —quizás la mayor prueba de la acción divina en la tierra— o incluso de tener relaciones sexuales sin las consecuencias de la procreación, equivalía a uno de los peores estigmas que la iglesia podía aplicar: brujería.
A requerimiento del papa, el obispo Caesarius de Arlès renovó la campaña a finales del siglo quinto. Sus sermones indican que las mujeres de la Provenza usaban no sólo pociones de hierbas, sino también amuletos, “marcas diabólicas” y otros métodos mágicos. [McLaren, 85] Denunciando la anticoncepción y el aborto como homicidio, Caesarius dio órdenes de que “ninguna mujer pueda beber cualquier poción que la impida concebir…” Su lema era: “Tantas anticoncepciones, otros tantos asesinatos. [Ranke-Heinemann, 73, 146-7] El obispo predicaba que tales mujeres deberían ser condenadas, a no ser que hicieran largas penitencias. Las acusaba de usar “bebidas diabólicas” para evitar quedar embarazadas y así hacerse ricas. El grado de hostilidad clerical incluso hacia el sexo marital puede ser medido por la predicción de Caesarius de que una mujer que tuviera sexo la noche antes de ir a la iglesia, o mientras menstruaba, tendría un hijo leproso, epiléptico o poseído por el demonio. Historias semejantes se repitieron durante toda la edad media. [Noonan, 146, 139ff; McLaren, 90-1]
Reparad en la referencia a “evitar quedarse embarazadas y así hacerse ricas” en la cita precedente. ¿Podría ser que la habilitación de las mujeres constituyera el fundamento de las objeciones de la iglesia? Tal vez. La guerra de la iglesia contra el sexo fue llevada a cabo con una espada de doble filo. Una cosa era, para las mujeres de la época, intentar tomar el control de sus funciones reproductivas. Y otra cosa totalmente distinta era para ellas rechazar las iniciativas sexuales de sus maridos.
La solución de los obispos para las mujeres que no querían tener más hijos era sencilla y ridícula: conseguir que sus maridos aceptaran una vida de castidad. [Schulenberg, 243]. Desde luego, las mujeres casadas no tenían derecho legal a rehusar el sexo a sus maridos, y los maridos obligaban regularmente a las siervas a acostarse con ellos. Insensible a sus dificultades, Caesarius insistía: “La castidad es la única esterilidad posible para una mujer cristiana”. Escribió que él habría excomulgado a los hombres que tenían concubinas, pero que eran “demasiados”. Pero los números no preocupaban al obispo cuando se trataba de los intentos de las mujeres de controlar la natalidad. Caesarius denunció a mujeres que usaban hierbas anticonceptivas, así como a las que intentaban concebir “mediante hierbas o marcas diabólicas o amuletos sacrílegos”. [Noonan, 145-7]
Un par de siglos más tarde, la guerra de la iglesia contra las mujeres y el sexo continuó incansable, pero no con tanta intensidad contra los hombres. Y en aquel momento se ve que las opiniones antisexuales de la iglesia incluían la condena de la homosexualidad, pero no necesariamente la de aquellas que disfrutaban de los frutos de la profesión más antigua.
En el siglo octavo, la Colección Irlandesa de Cánones dedicó toda una sección a pronunciamentos sobre las “Cuestiones de las Mujeres”. Los monjes se quejaban de que las mujeres “toman bebidas diabólicas para no volver a quedarse embarazadas”. Siguiendo al obispo de Arlès [la Biblia no dice nada del tema de la anticoncepción femenina y el aborto] equiparan la prevención del embarazo mediante pociones herbales —“esterilidad por brebajes”— con el asesinato. [Noonan, 155] Especialmente odiosas a ojos de los monjes eran las mujeres solteras que tenían relaciones sexuales. Una sección llamada “Vírgenes simuladas y su moral” castiga a las jóvenes por hacer uso del control de la natalidad para ocultar sus aventuras amorosas. [Noonan, 159] (En la mentalidad del clérigo autor del texto no cabía otra razón para ese uso). Ya está implícita la noción del embarazo como un castigo divino para las mujeres no castas, mientras que los hombres no resultan afectados. Los penitenciales tratan las proezas sexuales de los hombres, y la proeza bajo la forma de concubinato, con lenidad, incluso con indulgencia. La única excepción es su severidad hacia la homosexualidad, que catalogan entre los peores pecados. [Brundage, 174] No se menciona la prostitución. [McLaren, 118]
Dada su propensión al pensamiento retorcido y brutal, no es sorprendente que los monjes de la iglesia de aquella época no consideraran la violación como especialmente preocupante.
Los monjes mostraban más entusiasmo en castigar la sexualidad de las mujeres que interés por prevenir las agresiones sexuales contra ellas. Las penitenciales de Cummean y Finnian son laxas con los señores que tienen relaciones sexuales con las siervas, sin considerar nunca la alta probabilidad de que existiera coacción y violación. Ambos textos se limitan simplemente a aconsejar a los hombres vender las mujeres y hacer un año de penitencia. En otros textos, el único castigo es la orden de liberar a la sierva. [McNeill / Gamer, c 40; Bitel, 151-2] No se toman precauciones para proteger los derechos de las siervas o de sus hijos. No es que los monjes no fueran conscientes de las condiciones que tales mujeres debían soportar. Bonifacio reconocía indirectamente la realidad cuando, al decir a los germanos que un clérigo sólo se podía casar con una virgen, clasificaba a las mujeres liberadas (junto con las viudas y las mujeres abandonadas) como no vírgenes. [Hefele III.2, 843] Sólo la oscura Poenitentiale Valicellanum muestra compasión por las mujeres preñadas por sus violadores: “una mujer que expone su hijo no querido porque ha sido violada por un enemigo o porque es incapaz de mantenerle no debe ser recriminada, pero, no obstante, debe hacer penitencia por tres semanas”. [Schulenberg, 250] Pero este texto es el único que se expresa así.
Si hay algo que puede servir como analogía de los partidos políticos de aquella época, sería ciertamente la de la iglesia contra los paganos. Y de la misma forma que ocurre con las tendencias políticas de nuestros días, donde la iglesia se oponía inequívocamente a la sexualidad, los paganos la celebraban como un ritual. Y lo único que quería la iglesia era convertir a todos los paganos al cristianismo, o matar a los que se negaban a hacerlo.
Una visión del mundo diametralmente opuesta es evidente en el deleite pagano en la sexualidad. Muchos académicos modernos han cuestionado esta idea como romanticismo neopagano, pero se olvidan de que su origen está en los mismos clérigos de los primeros tiempos, que repetidamente denunciaron la exaltación de los placeres sensuales como pensamiento pagano. Los antiguos festivales que celebraban el paso de las estaciones, las danzas de hogueras de los festivales paganos, la cocción de panes de fiesta, integraban de hecho lo sagrado con lo sexual y el mundo material. Las esculturas muestran que se sentía una especial reverencia por el poder sexual de las mujeres. Los antiguos irlandeses tallaban diosas exuberantes, vitales, mostrando un poder que emanaba de sus vulvas. Estas sheela-na-gigs descienden de una veneración muy antigua por lo erótico, cuyo poder es interpretado como benéfico y protector. Toscas y contundentes, las mujeres de piedra no son en absoluto suficientemente recatadas o sumisas para ser interpretadas como objetos sexuales o decorativos. Muchas de ellas son mujeres mayores que hace mucho que dejaron atrás la etapa fértil.
Así que podemos ver que hay una historia rica y profunda de esta guerra contra las mujeres que castiga la anticoncepción y el aborto e incluso concede un valor moral más elevado a la violación que a los derechos de las mujeres. Es de esperar que, en la medida en que los modernos medios de comunicación dirijan su atención hacia estas vergonzosas posiciones y nosotros aprendamos más de sus raíces históricas, podremos finalmente reunir suficiente poder político para vencer en esta guerra, de una vez y para siempre.
Por Jim Rea
18 de marzo de 2012
Jim Rea es miembro de la Junta Directiva de la Woodhull Sexual Freedom Alliance. Su artículo apareció originalmente en el blog Daily Kos.
Tomado de elestantedelaciti.wordpress.com
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