Lamentablemente, durante muchos años se no convenció que las actividades culturales debían ser gratis. Que eran un “derecho” de la ciudadanía. Fue así como el “valor” de las expresiones artísticas locales, fue subvencionado por el Estado, haciendo la diferencia con la inmensa oferta que despliega la industria cultural mundial en países bullentes como Chile.
La paradoja está en que los públicos y audiencias son capaces de pagar altas sumas de dinero por fiestas en el Espacio Riesco, o por conciertos de bandas en franca decadencia que pisan territorio nacional, cobrando los tickets más caros de toda Latinoamérica, sin siquiera cuestionárselo, mientras no están dispuestos a desembolsar ni dos chauchas por un espectáculo artístico de su mismo país.
Los espectáculos foráneos y el interés que suscitan, nos hablan de cuan transculturizados estamos, que resulta ser a fin de cuentas, lo poco que nos queremos como pueblo. No solo sobrevaloramos las mercancías internacionales, sino que no damos ni un peso por nuestra producción local.
“Solidario”, “colaboración”, “donación”, “beneficio”, “a la gorra”, son los slogans para que los públicos se acerquen a un espectáculo montado por sus compatriotas, y cuando esto no es así, inmediatamente, como masas obreras en revuelta, hay alegatos, manifestaciones, y un sin fin de intentos por rebajar el precio de las entradas, a cero.
Porque “si es gratis les creo”. Porque si no es por amor al arte, simplemente tu motivación es el vil dinero, y entonces no es cultura, sino charlatanería. Ese razonamiento lo tiene la mayoría de nosotros. Incluso sentimos que hacemos un favor al presenciar las manifestaciones artísticas, porque existe descrédito a lo desempeñado por un par, subestimación por nuestro material cultural.
Existiendo calidad, perseverancia, incluso apoyo, los artistas no pueden ganarse la vida sin la subvención del Estado, y finalmente son tratados más que como un patrimonio, como una carga. Desde la institucionalidad se les suministra asistencia que más que colaborar con la condición, los somete a un circuito destinado al fracaso.
En vez de generar un mercado, lo debilita. Y peor aún, potencia la mediocridad, pues las instancias formativas no siguen el proceso creativo, ya que duran un par de meses, insuficientes para desarrollar y potenciar las cualidades del artista. El Estado no tiene infraestructura cultural de calidad, ni le interesa. Por ejemplo en Valparaíso, el Alcalde Jorge Castro pretende vender el teatro municipal, que la familia Velarde destinó para uso cultural, para poner una multitienda. Apelando a que el teatro sufrió daños con el terremoto, y que se construirá uno en un mall que se supone se concretizará en el bordemar en algún momento, el edil pretende justificar su decisión.
La escuela de Bellas artes, Balmaceda 1215, los centros culturales, todos están bastante alejados de lo que necesitamos para sacar adelante a los jóvenes talentos, que terminan perteneciendo a la masa improductiva, y desalentados por los mismos públicos, ya que ven en esta actividad un simple pasatiempo, que no contribuye ni refleja nuestra identidad.
Si esto ocurre en la capital cultural de Chile, es de imaginar qué es lo que puede estar ocurriendo en otras localidades. Pero lo primero es cambiar esa regla de gratuidad, y comenzar a entender que el arte es un oficio, que no se retribuye con el solo aplauso.
Por Karen Hermosilla