Tatiana, Rousseau y el Panteón

Si bordeando el Sena vas por el Quai de la Tournelle, toma la incurvada rue de Bièvre a la izquierda

Tatiana, Rousseau y el Panteón

Autor: Wari

Si bordeando el Sena vas por el Quai de la Tournelle, toma la incurvada rue de Bièvre a la izquierda. Al cruzar el Boulevard de Saint Germain y la rue Monge llegas a la rue de la Montagne Sainte Géneviève, así llamada en honor de la defensora de París cuando la invasión de Atila allá por el siglo V, en los albores del nacimiento de Francia. El rey Clovis no andaba lejos, cuya conversión al cristianismo hizo de Francia la hija mayor de la iglesia. Subiendo la empinada calle de la Montaña Santa Genoveva llegas hasta la plaza del Panteón, gigantesco monumento que rodeaLa Sorbonne, el municipio del V Distrito de París y el Liceo Henri IV. A pesar de Genoveva, aquello huele a república. La enorme basílica que Louis XV le había prometido a la santa, diseñada por Soufflot, fue convertida por la Revolución en un templo laico. En la entrada te recibe una inscripción que te pone la carne de gallina: “Aux grands hommes, la patrie reconnaissante”.

Seguido de Tatiana me acerco a la taquilla para pagar las entradas. El muchacho detrás del cristal me entrega dos billetes gratuitos: “Los discapacitados y sus acompañantes tienen entrada liberada en todos los museos”, me explica. En nombre de mi hija, y de todos los discapacitados de Francia y de Navarra se lo agradezco. Su respuesta confirma que estamos en República: no hay nada que agradecer. Más de dos siglos nos separan de la toma de la Bastilla y los ciudadanos aún tenemos derechos. Aquí no hay caridad pública, nadie vive de bonos. Las asignaciones que favorecen a los débiles, a los desafortunados, a los miserables, son derechos adquiridos y no le deben nada a la generosidad de los gobernantes de turno.

Ya en el Panteón, la primera mirada impresiona y empequeñece: las dimensiones son colosales. A la izquierda, una escultura recuerda la batalla de Valmy (1792), que no solo salvó la Revolución de la agresión de las monarquías europeas sino que precipitó la instauración de la República.

En las elecciones a los Estados Generales, el Conde Mirabeau había sido rechazado por la nobleza pero no tuvo problemas en hacerse elegir por el pueblo llano: el Tercer Estado. Cuando el 23 de junio de 1789 el rey Louis XVI envió al Marqués de Dreux-Brézé a impedir que los diputados del Tercer Estado sesionaran en Versailles, fue Mirabeau quien significó con su respuesta que el poder había cambiado de manos: “Vaya a decirle al rey que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que no saldremos sino por la fuerza de las bayonetas”. Por decreto del 4 de abril de 1791 la Asamblea Constituyente, -que buscaba un lugar digno de acoger al fallecido Mirabeau-, cambió el destino histórico del Panteón.

La trayectoria de aquellos que hicieron la Historia de Francia no fue lineal, como no lo fue el destino de sus cenizas. Grandes hombres, sin duda. Pero hombres, simplemente. Mirabeau y Marat fueron los primeros en entrar en el Panteón, y los primeros en ser expulsados. Ambos siguen siendo respetados y venerados por la República.

Bajamos a la cripta. La primera tumba a mano derecha saliendo de la escalera en caracol, -justo frente a la de Voltaire-, conserva las cenizas de Rousseau. Emoción. ¡Lo he citado tantas veces! Tantas veces he leído y releído el “Contrato Social” y “El origen de la desigualdad entre los hombres”. Esos textos en los que, -en pleno siglo XVIII-, Rousseau escribía: “El hombre ha nacido libre, pero por doquier se halla encadenado…”, “El derecho nacido de la fuerza no es legítimo porque no ha sido libremente aceptado por el hombre libre”, “Si un pueblo está obligado a obedecer… hace bien… pero en el momento en que puede sacudirse el yugo… hace todavía mejor…”

Pienso en Chile, en la Constitución impuesta en dictadura y consolidada por la Concertación y su lamentable “democracia protegida”. Pienso en la necesidad de sacudirnos el yugo de una Ley ilegítima, concebida para consagrar el poder de una oligarquía mezquina y mediocre.

Con Tatiana avanzamos por el largo corredor central, hacia el oeste, allí donde se encuentran las tumbas de Victor Schoelcher, artífice del fin del esclavismo, de Jean Jaurès, padre del socialismo francés, de Félix Eboué, primer resistente anti nazi de la Francia de Ultramar. Y caemos ante la cripta que alberga los restos mortales de Victor Hugo, de Emile Zola y de Alexandre Dumas. Curiosamente ninguno de ellos está ahí por la calidad y la fama de sus obras, sino por su combate contra la tiranía. Ni “Los miserables”, ni “Germinal”, ni “El Conde de Montecristo” tienen nada que ver en ello. La República les distinguió por su defensa de la libertad, de los principios republicanos, de la democracia.

Satisfechos de esta gratuita lección de educación cívica nos vamos con mi hija a comer algo en algún sitio. Tatiana me interroga a propósito del péndulo que Foucault instaló en el Panteón en 1851. No sé si comprendió mis confusas explicaciones: no es el péndulo el que cambia de posición sino la tierra que gira alrededor y nosotros con ella. Pero cuando le digo que Rousseau estuvo en el origen de la República y de los derechos que la protegen, me interrumpe a su manera: “Ya sé, -me dice en francés-, soy discapacitada, no idiota”.

Por Luis Casado


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