Es mentira que Chile va a cambiar después del remezón del 27 de febrero. Un sacudón por magnífico que sea, no tiene la fuerza para cambiar mentalidades, costumbres y egoísmos, refractarios a cataclismos, religiones y al sentido de lo humano.
Los que mandan pasan por estas grandes catástrofes como testigos indemnes de los estragos. Y muchas veces como los únicos que ganan con las secuelas. No sabemos de algún magnate afectado, de algún poderoso con su riqueza mermada, algún mandamás con trizaduras en su poder.
Los estragos que la televisión muestra y que las autoridades parecen no ver, afectan siempre a los mismos. En estos perdedores vocacionales, sí que cambia la vida. La hace cambiar la muerte, la miseria, el abandono, la sensación de ser los que siempre llegan tarde a la repartición de la buena suerte.
Cambiará, es posible, el paisaje, alterado por la naturaleza y sus ciclos misteriosos. La topografía de este país nervioso trazará nuevos caminos, ríos distintos y playas de una geometría nueva.
Cambiarán las leyes, los dictámenes y normas. La insoslayable responsabilidad de las empresas dedicadas a construir sin que importe otro norte que las ganancias, serán puestas en el banquillo de los acusados no bien se detengan las réplicas. Voces airadas se elevarán en los hemiciclos pidiendo reformas en las maneras, modos y costumbres. Las discusiones nombrando la moral y el bien común, darán paso a la técnica y a la ciencia. Se harán leyes y se dictarán normas nuevas. Cuando esas leyes se promulguen, el cataclismo de la semana pasada será un recuerdo más en la larga y ancha mala memoria chilensis.
Porque no es primera vez que la tierra castiga de esta manera. Hay un calendario de terremotos, maremotos, inundaciones, volcanes y dictaduras que suman miles y miles de muertos, en la corta historia nacional. De esa historia se ha dicho en cada oportunidad, hay que aprender para no volver a hacer lo mismo que falló. En cada una de esas oportunidades se ha dicho que el país cambió, que es la hora cero, que en adelante todo será distinto, que nunca más. Y en cada oportunidad, ha sido mentira.
Se ha seguido construyendo donde no se debe. Se ha seguido urbanizando donde no es correcto. Se ha dejado de tomar la medida preventiva. Los asentamientos humanos han seguido amontonándose en contradicción con la ciencia y lo que dice la naturaleza. Se ha mantenido la porfía que permite la reiteración del error muchas veces cometido. Torpemente, la amnesia ha logrado disipar la alarma que permite no repetir lo que ya se ha demostrado como doloroso y trágico.
Sin ir más lejos, recordemos que en una semana asume la derecha que gobernó con mano de hierro y buena puntería, por diecisiete años y que dejó muchísimos más muertos que el tsunami de anteayer. Y hace poco decíamos «para que nunca más en Chile, para que nunca más». Dirán que no es lo mismo, pero el parecido es sorprendente.
Los gesticuladores profesionales, los arquitectos de caras bonitas y frases hechas, estimulan eslóganes que suplen la falta de ideas gregarias en las gentes. Y se comienza a repetir por la chusma aquello que no puede decir el que manda sin riesgo de sentir la rechifla y el rechazo. Las frases hechas, los gritos de guerra que entusiasman, provienen de los que pagan el pato. Chile puede, fuerza Chile, Chile no se rinde, Chile ya no será lo mismo, son gritos que suplen las falencias de las autoridades y que cumplen con auto convencer a la gente de que en sus manos está la solución, la fuerza y el cambio.
Se instruye a los sobrevivientes para tomar en sus manos iniciativas de organización para ordenar el caos inicial, repartir lo poco que hay y ayudar al que más necesita. Pero de prestado no más y a condición de que ese poder sea devuelto a sus verdaderos administradores no más la cosa se ordene. Hace mucho tiempo, las organizaciones de pobladores, de trabajadores y estudiantes eran quienes tomaban la iniciativa de resolver lo inmediato. La gente acudía naturalmente a sus dirigentes para encontrar en ellos orientación, auxilio y solidaridad.
Esas organizaciones son un recuerdo difuso. La gente se ha desmovilizado por obra y gracia de la irrupción del individualismo perverso como forma de desarrollo humano. Y por la decadencia de quienes decían que la organización del pueblo era su herramienta más potente para acceder a formas mayores de solidaridad humana.
Cómo hace falta que la gente acepte ocupar su poder para sí misma. Y dejar de renunciar a esa porción de soberanía que graciosamente y sin ninguna condición, se regala a aquellos que lo usarán para todo, menos para lo que ofrecieron o se necesite.
Chile no va a cambiar por un terremoto por grande, dramático y asesino que haya sido. El rico seguirá siendo rico y, en su defecto, más rico. Los poderosos seguirán siendo poderosos, o más de lo que han sido. Los prepotentes seguirán mirando como de soslayo y el ladrón, oculto tras una cara de honesto.
Por un rato, sólo por el que dura la emergencia, parecerá que somos todos iguales, hijos de la misma madre, con un destino común. Pero luego, el pobre vuelve al portal, la rica vuelve al rosal, la tierra retomará su quietud relativa y sus habitantes el rol que ocupan en la escala de la depredación humana.
Alguna vez habrá un cataclismo que de verdad cambie las cosas, un día en que los gritos de guerra prestados serán permanentes y de propiedad legítima. Chile va a poder, cuando su pueblo sea capaz de hacer valer su mayoría y, afirmado en esa legitimidad, impulse una idea de un país para todos. Chile no se va a rendir cuando la naturaleza egoísta de muchos, más criminal que la que viene de la tierra, intente aplastar esas utopías, y se combata, ahora sí, para evitarlo.
Chile no va ser el mismo a partir del momento en que el poder cambie de eje. Cuando los perdedores de siempre decidan negar un destino machacado a diario por las prédicas y la tele y pongan detrás de la construcción de un Chile para todos, la fuerza que tiene y que no usa en la dirección correcta.
Chile no cambia con un terremoto y/o un tsunami. Sigue siendo el mismo, a pesar de los muertos y el sufrimiento. La solidaridad, el heroísmo, la valentía, la fuerza para levantarse de los escombros, enterrar los muertos y seguir bregando, es la misma. Pero hay que usarla siempre, no solamente después de las catástrofes o cataclismos.
Por Ricardo Candia Cares