Mike Wilson (San Luis, Misuri, 1974), nació en Estados Unidos y la mayor parte de su infacia y adolescencia las pasó en América del Sur. A los tres años de edad llegó a Chile, a los siete se trasladaron a Paraguay y, finalmente, llegó a Buenos Aires, donde Wilson hizo la mayor parte de su enseñanza básica y toda la secundaria. Estudió literatura hispánica en la Universidad de Cornell, en Nueva York, y regresó a Chile en 2005 y obtuvo un puesto de profesor de literatura inglesa en la Universidad Católica; desde entonces reside en este país.
Publicó un libro de ensayos sobre Wittgenstein y uno sobre Literatura, cine y cognición. Ha publicado además seis novelas, siendo la penúltima «Leñador», una de las novelas más raras y fascinantes salidas en el último tiempo en español, y ya ha sido publicada en Chile, Argentina y España.
Esta vez, para Cuentos Ciudadanos, el autor nos cedió el relato inédito «BOY».
Imagen: «Gas Stations», David LaChapelle
BOY
La noche es cálida. Boy tiene catorce años y se contorsiona en el estacionamiento desierto de una Shell. Viste unos jeans marca Lee, está descalzo, desnudo de la cintura para arriba. Baila con el torso, no mueve los pies, parece un mimo epiléptico. Tiene el pelo engominado, en la vereda está su minicomponente, no funciona el rewind, guarda un destornillador en el bolsillo para rebobinar los casetes, ahora escucha uno de The Stooges, baila al ritmo de No Fun. Lo iluminan las luces de la Shell. El desierto se extiende hacia el horizonte, hay luna llena, quebradas y coyotes. Boy comienza a sudar, no le importa, baila con más fuerza, dobla los brazos, encorva la espalda, sacude la cabeza, baila como si estuviera ante un público hipnotizado.
En la caja de la Shell hay una mujer obesa. Fuma y lee un tabloide, algo sobre un niño lagarto engendrado por Elvis y Marilyn Monroe. Fuma cigarrillos marca Cool, mentolados, light. También encorva la espalda, tiene tetas grandes. Debajo de la caja guarda una escopeta y una pecera con un pececito muerto, flota bocarriba. No mira a Boy, ni siquiera se da cuenta de que está afuera, se preocupa del ejército mutante criado por Elvis y Monroe. Reposa la mano sobre la escopeta.
Afuera Boy sigue retorciéndose. Se acerca un auto, es un Plymouth, a Boy le gustan los autos gringos, son turistas, patente de Arizona. Se estacionan al lado de la bomba. Se bajan tres, todos güeros. Dos chicos y una chica. Ellos parecen jugadores de fútbol americano, grandotes con musculosas. Ella es menuda, pinta de porrista. Del auto caen varias latas de cerveza. Los gringos tambalean, hablan fuerte, Boy logra entender una que otra palabra, algo de güetbak, braun chit, luk at im dans, dans stupid fak, dans. Rodean a Boy y se quedan mirándolo.
Adentro, la cajera se acuerda de su amante en Tabasco, el que tiene piscina, el que le regaló un pez llamado Clint. Sin apartar la vista del tabloide, mete los dedos en la pecera y le hace cariño al vientre muerto de Clint. En el desierto hace calor, mucho calor, Clint no aguantó. Cuando murió, la cajera llenó la pecera de vinagre para preservarlo. De vez en cuando le habla a Clint, le lee el tabloide, y a veces, si se molesta, lo amenaza con la escopeta. Clint no dice nada. Es un pez. Y está muerto. Sin darse cuenta, ella se pone a tararear la melodía de No Fun.
Afuera, la porrista se excita con Boy y comienza a bailar, se acerca y lo manosea un poco. Sus dos amigos se ríen y la aplauden, pero cuando ella trata de desabrocharle el pantalón, uno de ellos se enfurece. Le dice c’mon, le dice pig, le dice slat y jor. Boy sabe que le dicen puta, pero no reacciona, sigue bailando. Uno de los güeros la toma del brazo y la lanza al suelo. Ella cae de cara, su nariz revienta y la sangre fluye. El otro la patea. Boy sigue bailando. Ella queda inconsciente. Ahora vuelven a fijarse en Boy, pero sin risas, sin aplausos. Se acercan, uno de cada lado, apretando los puños, flexionando los músculos. Boy se contorsiona, sus brazos ondulan, su mano izquierda roza el bolsillo de sus jeans. Extrae el destornillador.
Los gringos se desploman en silencio. Los ojos abiertos, las bocas estiradas, las sienes perforadas. Tres güeros sobre el asfalto y Boy baila, sigue y sigue, danzando en la penumbra de la Shell.
Adentro, ella piensa en Tabasco, en la piscina de fibra de vidrio de su amante, en llenarla de vinagre, flotar en ella, morir en ella, bocarriba, vientre expuesto, esperando que una mano le acaricie el ombligo.