A pesar de la pena y la nada

En el cumpleaños 118º de Faulkner, celebramos con este texto, en donde indagamos sobre las concepciones de hombre y de mundo presentes en la obra del brillante narrador del Missisippi.

A pesar de la pena y la nada

Autor: Lucio V. Pinedo

Lo imposible es aquello que le permite respirar, y si hay vida en él, es sólo porque está dispuesto a arriesgar su vida.

Paul Auster, Pista de despegue

El infinito en una cáscara de nuez

En mi casa no se profesaba el culto por lo libros. Sin embargo, había algunos —orgullo de mi madre—, dedicados «al mejor promedio», de cuando ella iba al secundario. Y con ellos hice las primeras lecturas más o menos serias: Mi planta de naranja lima, Cuentos de la selva, entre algún que otro libro de texto. Cuando esos libros fueron insuficientes para cumplir con las tareas escolares, me asocié a una biblioteca popular.

Así empecé a leer a Borges y a Cortázar, por supuesto, sin llegar a comprenderlos. No obstante, los leí mucho y, por el afán de conocimiento que se desarrollaba en mí, y el snobismo consecuente —había escuchado que eran «buenos autores» y los leía por eso—, busqué traducciones suyas. Entonces di con obras como Memorias de Adriano, de Yourcenar, El inmoralista, de Gide, o los cuentos de Poe, mediante Cortázar; y Las palmeras salvajes, de Faulkner, mediante Borges.

En esta última, Borges usa palabras inexplicables en el contexto del Mississippi, como «gaucho», «poncho» o «chambón», pero, al margen de eso, hay una frase que quedó grabada en mi cabeza. Al tiempo, la volví a escuchar, esta vez en boca de Belmondo, en À bout de soufflé, de Godard. Ahora, muchos años después, tengo que escribir sobre El ruido y la furia y no puedo sacarme de encima el recuerdo de esa frase: «Entre la pena y la nada elijo la pena» (Faulkner, 2006, 277).

De El ruido y la furia se habla bien, y no tengo nada que objetar al respecto. El crítico Harold Bloom la coloca entre una de las obras postulantes para constituir lo que él denomina el «canon occidental» (Bloom, 2011, 568). El mismo Borges la coloca en lugar privilegiado dentro de su biblioteca personal (Borges, 2011, 251 y 441). En mi caso, se trata de uno de los mejores libros que he tenido la suerte de leer.

Planteada de este modo la cuestión, no me voy a ocupar de ceñidos aspectos  narratológicos, porque es trabajo que ya se ha hecho en abundancia y porque no es lo que me interesa aquí. Se trata de un texto que tiene vocación de totalidad, así pues, ¿cómo encerrar «las cataratas del Niágara en una cabeza de alfiler»? (Faulkner, 1982, 75).

En cambio, de lo que me voy a ocupar es de desentrañar el sentido de la cita de Las palmeras salvajes, a partir de la lectura de El ruido y la furia. Para ello, partiré de la hipótesis de que es posible extraer una afirmación sobre la concepción del mundo y del hombre configurada en dicha frase, a partir de esta novela.

Metodológicamente, por tratarse de Faulkner, me tomaré la libertad de elegir que este ensayo avance por donde deba avanzar, dejándole un poco de espacio al azar.

Entre la pena y la nada

Los personajes de Faulkner se constituyen como sujetos pasivos pero concientes. Todos, a su modo, conciben las ideas de fatalidad y decadencia, entrelazadas. De este modo, la historia de El ruido y la furia, que es justamente la historia de la fatal decadencia de la familia Compson, contiene un muestrario de hombres que ven la progresión de sus vidas orientadas hacia el desastre, atravesados traumáticamente por la irreversibilidad del tiempo, sin poder hacer nada por evitar la ruina, excepto sufrirla.

Los personajes principales conocen sus destinos y los asumen. Candace «Estaba predestinada y lo sabía, aceptó la predestinación sin buscarla ni huir de ella» (Faulkner, 1982, 304). Jason, con presunción de hombre importante, sabe que está condenado a permanecer atascado en un pueblo de poca monta, Jefferson: «Podía ver las fuerzas opuestas de su destino y su voluntad acercándose rápidamente hacia un punto de choque que iba a ser irrevocable» (Faulkner, 1982, 284). Paradójicamente, él es el personaje más racional y no obstante —o justo por eso—, es para quien más pesa la fatalidad (en la cuarta parte prolifera el uso del adjetivo «fatal» y su derivación adverbial para referirse a él [Faulkner, 1982, 286, por ej.]). Benjy es un idiota criado en una familia de obsesos, lo cual ya es mucho decir. Y con respecto al restante, Quentin, no puede evitar el curso de los acontecimientos de su vida, como el fluir del río en el que después se suicidará, al igual que tampoco puede direccionar su fantasía.

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«No hubo remedio» (Goya).

A su vez, como se insiste a lo largo de la novela, sobre los Compson pesa una «maldición» y tienen una «sangre envenenada». John Lycurgus construyó la casa familiar; de él se dice que «sería el último de los Compson que no fracasaría en todo lo que emprendiera, salvo la longevidad y el suicidio» (Faulkner, 1982, 301). Dicho de nuevo, estos personajes están condenados al desastre y la repetición, como individuos, por lo que les toca de libertad y lo que les toca de herencia; y como hombres, por la sujeción a la irreversibilidad temporal.

Cito un fragmento, que retomaré luego, que ilustra la mayoría de las consideraciones expuestas:

Cuando la sombra del marco de la ventana apareció en las cortinas era entre las siete y las ocho y entonces me encontré de nuevo en el interior del tiempo, oyendo el reloj. Era el del abuelo y cuando padre me lo dio, dijo: Quentin, te doy el mausoleo de toda esperanza y deseo; es más que penosamente posible que lo uses para conseguir la reducto absurdum de toda experiencia humana, lo que no satisfará tus necesidades individuales más de lo que satisfizo las suyas o las de su padre. Te lo doy, no para que recuerdes el tiempo, sino para que consigas olvidarlo de vez en cuando durante un momento y no malgastes todo tu aliento intentando conquistarlo. Porque ninguna batalla se gana jamás, como él decía. Ni tan siquiera se libra. Solo el campo de batalla revela al hombre su propia locura y desesperación, y la victoria es ilusión de filósofos e idiotas.

El padre le regala a su hijo el reloj de su abuelo, que contiene el «sepulcro magnífico y suntuoso» de las esperanzas y los deseos, es decir, le regala la impotencia. En consecuencia, el hombre se mueve en un campo de batalla donde, de antemano, sabe que perderá.

Asimismo, en varios fragmentos, se habla de la vida como un juego, con lo cual, el mundo vendría a ser un tablero. En este sentido, las influencias del determinismo biológico y de la sujeción al destino menguan en intensidad, si se piensa en el papel del azar en la vida del hombre, «cuyas respiraciones son jugadas con dados trucados en contra suya [y] no quiere afrontar ese importante final que conoce por anticipado» (Faulkner, 1982, 164). Azar pero, no obstante, regido por dados trucados. El hombre hace, se debate y, en un acceso de furia, lo arriesga todo a una sola carta, con desesperación o remordimiento o desolación. Cuando comprende que «hasta la desesperación o el remordimiento o la desolación no son especialmente importantes para la sombra del que lanza los dados» (Faulkner, 1982, 164).

Para continuar e ir circunscribiendo el alcance de la concepción faulkneriana de hombre, le daremos la voz a uno de los sujetos en cuestión. Quentin dice:

El hombre es la suma de sus experiencias climáticas decía padre. El hombre es la suma de lo que tiene. Un problema acerca de propiedades impuras que se arrastran tediosamente hacia una invariable nada: un jaque mate de polvo y deseo (Faulkner, 1982, 116).

El mismo, antes, dice:

Padre decía que un hombre es la suma de sus desgracias. Un día crees que las desgracias han abandonado la partida, pero entonces el tiempo se convierte en tu mayor desgracia decía padre. Una gaviota planea en el espacio sujeta a un cable invisible. Uno lleva el símbolo de su frustración a la eternidad (Faulkner, 1982, 98).

Y por último:

…ella [la madre] no conseguía entender que padre nos enseñara que los hombres no son más que muñecos rellenos de aserrín recogido en los montones de basura donde todos los muñecos anteriores habían sido tirados el aserrín saliendo por heridas de costados de otros hombres que no habían muerto por mí (Faulkner, 1982,162).

O sea, al hombre se le da todo y, en el mismo movimiento, todo se le quita. Así queda irremediablemente condenado a una existencia absurda, como una gaviota que planea en el espacio (clara imagen de libertad), pero sujetada a un cable invisible (clara imagen de lo contrario). Y encima nada puede hacer contra esa atadura, ni siquiera conociéndola, puesto que es invisible.

Si pudiéramos hacer algo tan terrible y padre dijo: Eso también es triste, la gente no puede hacer nada tan terrible […] ni siquiera recuerdan mañana lo que hoy les parece tan terrible, y yo dije: Uno siempre puede evitar las cosas, y él dijo: ¿Puedes tú? […]. Y no es cuando uno se da cuenta de que nada le puede ayudar —religión, orgullo, lo que sea—, es cuando uno se da cuenta de que no necesita ayuda (Faulkner, 1982, 72-73).

En este punto, donde aparece la relación padre-hijo, son pertinentes las palabras del autor. Cuando le preguntaron por la centralidad de las relaciones familiares en sus novelas, respondió:

Si el escritor se concentra en lo que sí necesita interesarse, que es la verdad y el corazón humano, no le quedará mucho tiempo para otras cosas, como las ideas y hechos tales como la forma de las narices o las relaciones familiares, puesto que en mi opinión las ideas y los hechos tienen muy poca relación con la verdad (Faulkner, s. d.).

Viene al caso esta cita, porque es ilustrativa de la poética de Faulkner y, por extensión, de la cosmovisión presente en sus novelas. Con esta cita se explican varias cuestiones, como por ejemplo, el uso del multiperspectivismo, el flujo y reflujo de los mismos episodios. Esto condensa lo que venía aludiendo: el mundo es un lugar neutro y, por más que el hombre se esfuerce, no puede darle sentido, por eso vuelve una y otra vez sobre el mismo punto. Así, en última instancia, solo importan las batallas que se libran en el interior de uno. Y hago esta aseveración con conciencia del riesgo nihilista que conlleva, pero así sucede en El ruido y la furia. ¿Quién podría afirmar, por caso, que Jason ve el mundo? Constantemente se cocha contra su propia fantasía, contra sus propios miedos, contra sí mismo, como los demás personajes.

Con respecto a la filosofía moderna, en esta instancia, podría plantear, por un lado, las filosofías del cogito y, por el otro, las inauguradas por la duda nietzscheana. Ninguna de las dos líneas se aplicaría con justicia a El ruido y la furia: las dos, a su manera, implican una confianza, que se podría reducir, esquemáticamente, en la focalización en el espíritu o en el cuerpo. Sin embargo, los personajes de esta historia no tienen esa esperanza. En todo caso, yo sugiero, como tema futuro, el análisis de la relevancia de hablar de Pascal, con su concepción pesimista del mundo y su visión estoica del hombre, condenado, cuya verdad pietista reside en el corazón y nunca es plenamente accesible. Como dice Quentin, «estás ciego a lo que hay en ti mismo» (164), entre «la natural locura humana» (Faulkner, 1982, 163).

Elegir la pena

Entonces, retomando, el reloj que el padre le regala a Quentin es un legado que parece una manera de recordarle que debe olvidar, para no consumirse intentando conquistar el tiempo; un recordatorio, enunciado como condena, de la impotencia humana ante ese agente devastador. Acaso reste el consuelo de la razón.

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«El sueño de la razón produce monstruos» (Goya).

Pero si el fracaso es el punto de partida y el punto de llegada, la razón no cumple un rol productivo. Como dijo Goya, «El sueño de la razón produce monstruos». Monstruos medio románticos, medio góticos, como Frankenstein o Drácula, personajes y situaciones que refieren a esa parte de nosotros que somos incapaces de controlar, a aquello que está más allá de la razón y que por eso atrae nuestro interés. Ante esta situación, ¿qué hacen los personajes de Faulkner? Todos ellos acaban señalando que ese otro monstruoso que se esconde dentro es una parte indispensable para afirmar nuestro ser, otro que es el suplemento del yo, bisagra sobre la que se articula nuestra pretendida normalidad, pero lo afirman sin poder aprehenderlo, como «verdades indiscutibles bajo un microscopio» (Faulkner, 1982, 157), y por lo tanto, deformadas. «Había algo terrible dentro de mí dentro de mí», dice Quentin (Faulkner, 1982, 138 [sic]).

Mas cuando el choque contra el fracaso de los proyectos es frontal y no se puede obviar tal realidad, el mecanismo defensivo se convierte en un tenaz rechazo de lo que ya es y una condena autoimpuesta a vivir en el mundo del «como si fuera», «si pudiera» («If it could be») que repite Quentin: «Si por lo menos hubiera un infierno más allá» (Faulkner, 1982, 109). «Como si pudiera», no porque exista posibilidad alguna de cambiarlo, sino por negar la posibilidad de lo que ya existe. Situación paradójica, pero real en la que vive Quentin: «Porque si solo se tratara de ir al infierno, si eso fuera todo. Si al menos las cosas se terminaran (Faulkner, 1982, 74). [Because if it were just to hell; if that were all of it. Finished. If things just finished themselves (Faulkner, 1995, 66)].

Sin embargo, no se puede. Ahí está la inflexión que torna absurdo el intento, como un burdel de Memphis lleno de putas que caen en trance religioso y salen desnudas corriendo a la calle (Faulkner, 1982, 157).

El hombre, entonces, solo cosecha frustraciones. El deseo es, como en los héroes trágicos, la hybris que lo precipita hacia la catástrofe. Y el mundo no es más que el escenario donde toma cuerpo este desajuste entre el deseo y la posibilidad de su concreción.

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«Si amanece, nos vamos» (Goya).

En resumen, la perspectiva de El ruido y la furia es, permítaseme la redundancia, pesimista. Pero, a la luz de la dicotomía esbozada en Las palmeras salvajes, se cuenta con una solución vitalista. Hay que asumir la tragedia y aceptar que el hombre puede crear o destruir, porque si bien se habla de la desmesura, en ningún momento se niegan estas dos posibilidades. En un caso, se trata de llevar la propia novela a cuestas a todas partes, extendiendo sus límites, buscando que el mundo recomience para uno mismo, aunque sea imposible predecir el milagro y, en los intervalos de la espera, haya desesperación; en el otro caso, simplemente, no se sabe.

Extrapolando lo dicho, en realidad, un hombre solo puede elegir, porque está obligado a hacerlo, por la sencilla razón de que su vida depende de ello. Y no como un plan abstracto, sino más bien, más sencillamente, como una necesidad tangible de estar presente, como si la vida solo pudiera vivirse en la plenitud de este deseo. El hombre lucha para ubicarse en el mundo. Y vive porque es capaz de luchar y vive porque es capaz de morir.

Referencias bibliográficas

Auster, P. (2006). Pista de despegue. Barcelona: Anagrama.

Bloom, H. (2011). El canon occidental. Barcelona: Anagrama

Borges, J. L. (2011). Obras completas (t. iv). Buenos Aires: Emecé.

Faulkner, W. (s. f.). Entrevista. Consultado el 1 de may. de 2015, en: http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/faulkner.htm

Faulkner, W. (1982). El sonido y la furia (Mariano Antolín Rato, Trad.). Buenos Aires: Hyspamerica Ediciones Argentina.

Faulkner, W. (1995). The Sound and the Fury. Londres: Vintage.

Faulkner, W. (2006). Las palmeras salvajes (Jorge Luís Borges, Trad.). Buenos Aires: Debolsillo.


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