Si hay algo a lo que me he querido sumar, algo que creo que es una necesidad a mis treinta y nueve años, es el soltar todos mis torpes arraigos, mis sesgos cagones heredados de una educación timorata, penca, suspicaz frente a experiencias que no se parecen a mis círculos de confort ni a mis mezquinos imaginarios.
Creí por años que el Rock y la Nueva Canción Chilena eran la música total; defendí como zombie el hecho de que la música se escucha como discos y no como canciones; desestimé el pop como una legítima forma de configurar un trabajo creativo musical.
Y cuando han pasado un buen par de años en donde decidí que me quiero hacer cargo de mis miserias, me permito con un dulce desprejuicio, oír, oír y oír tantas veces, propuestas que son entendidas tan simplemente como lo que son: música.
Sin embargo, sería torpe renegar de esa sensación tan profunda que le resulta a cualquier amante de los overdrives o de las ganancias a chancho, el encontrarse con un puñado de canciones que se ajusten a una sonoridad rockera de viejo cuño, sin miramientos, llenas de riffs, distorsiones y vocalizaciones que juguetean entre el grito y lo melódico.
Y ahora, cuando estamos acostumbrad@s a propuestas estilísticas que descansan entre cruces sonoros que se nutren de diversas experiencias musicales y ofertas creativas que no quieren cazarse en formatos preestablecidos, lo que me pasa con Adelaida es que creo que hay una hermosa decisión, una apuesta clara de que el sonido que resulta de sus intenciones se articula con los códigos que el rock ha significado tras muchos años de caudillos y canciones.
Estilos: Y hoy, ¿por qué no?
Históricamente para muchas y muchos hay una necesidad de definir cualquier experiencia estética, confinarla a un género, encontrarla parecida a un recuerdo visual, sonoro o de cualquier naturaleza. Conversando con hart@s creador@s de música, las intenciones artísticas que desarrollan casi siempre nacen de un pulso profundamente natural, quizá ininteligible y que muchas veces termina por ser abordado según alguna regla o estilo. Sin embargo, cuando me detengo en el trabajo de estos porteños es porque resulta natural encontrar tras cada cada canción de Paraíso, una mirada genuina que devanea con las figuraciones que el formato rock ha usado como recursos para seguir existiendo en el tiempo, aun cuando otras estéticas sean las que imperen y las que resulten en una música de mayor consumo.
Y si bien he sido capaz de encontrar la alegría y el goce en experiencias sonoras que entienden lo comedido o lo delicado como una manera de ser canción, cuando un grito apuntalado por un carajo riff huevean en una rola de tres minutos, mi corazoncito rockero se asombra y se somete a esa exquisita sensación de que la música también es una pasional decisión, un legítimo apego a una tribu, a una precisa sonoridad. Porque amar lindos hábitos es otra de esas tantas experiencias que nos definen como seres frágiles y sintientes.
Mi Paraíso suena como gritos y cabeceos
Adelaida en su último disco termina por confirmar una especie de declaración de principios ya propuesta en sus trabajos anteriores, un rayado de cancha en donde el lenguaje sonoro, la voluntad lírica, son el resultado del imaginario rockero más desprejuiciado y busquilla, ese en donde la canción transita entre gritos saturados y midtempos más gancheros que la chucha. Por eso es que mi devoción riffera encuentra en las guitarras de Columpio algo sublime, ataques guitarreros que homenajean a tanto viejo post punk, a tanto loquete goloso del acople.
Abro una pilsen mientras suena Cienfuegos y pienso que es tan exquisito empezar una canción gritando, definiendo con las guitarras una capa impenetrable, inexcusable, decidiendo que la batería se permita transitar sola en algún momento, colosal, mientras el mejor aullido parte afirmando que “Cuando el fuego se acerca y te prende» estás frente a un tema que se parece a esas viejas canciones rockeras que nos convencieron de que vivir tiene que ver con una actitud.
El rock tiene nombre de mujer
Estoy claro que somos caleta de hombres post 35 que andamos por la vida erráticos, viciados, en un agotador tránsito que pisa las culpas, las mezquindades y un torpe sentido de supervivencia que castiga todo eso que no se parece a lo que nos enseñaron, a eso que resulta diferente.
Viejo y todo, trabajo a diario por remediar mis cagones hábitos heredados y permitirme ser un sujeto menos penca y más claro. Sin embargo, me encanta que siga habitando en mí esa primaria necesidad de quedarme cabeceando cuando una canción sea una tromba sonora o un paredón de distorsiones.
Pero lo que más me gusta ahora es que esa crudeza tenga el nombre de una chiquilla. Como que por fin me di cuenta de que el rock se tiene que llamar como ellas.