Armar un árbol genealógico del nuevo pop chileno es una tarea endemoniada. Si de verdad compartieran genes, a los grupos y solistas nacionales podrían acusarlos de incesto. Las ramas crecen paralelamente, se cruzan, quedan entrelazadas. Hay nombres poco familiares, pero de rostro conocido, como Felicia Morales (la única mujer de Caravana, que a su vez es corista de Fakuta y comparsa de Gepe). Pero también los solistas entronizados, como el mismo Gepe, pueden ser músicos de acompañamiento (batero de Javiera Mena, en este caso) o tocar un cover de un grupo contemporáneo (‘Maestro Distorsión’ de Astro). En fin, un enredo de proporciones.
El espíritu colaborativo y el abandono del ego se han transformado en norma. Los incrédulos, que nunca demoran en aparecer, llaman amiguismo a esta tendencia. Y la condenan. Sus argumentos, sin embargo, suelen ser especulaciones sobre el status socioeconómico de los músicos en cuestión (“son todos unos hijos de papá” es un comentario común), o la supuesta existencia de una mafia que controla el devenir musical independiente. Pura chismografía y teorías conspirativas que ni Salfate podría creer. Pero el peor error está en olvidar las condiciones bajo las que el pop chileno se desarrolla. Las de un país chico, donde los circuitos son reducidos. Que levante la mano el primero que haya ido a Onaciú o Bar Loreto sin divisar a un músico entre el público.
Siempre hay afinidades interactuando en la construcción de cualquier escena. Dos personas que tocan instrumentos ya tienen un vínculo. Si además frecuentan los mismos lugares, la posibilidad de que se conozcan, tengan amigos en común y compartan es altísima. Las facilidades que da la tecnología al autodidactismo, ya sea para aprender guitarra mirando YouTube o grabar canciones en un notebook, ayudan a que se sume gente a la causa. El pop criollo es una respuesta natural ante los estímulos, y su comportamiento es una reacción esperable dado el ambiente en que se desenvuelve. Lo extraño sería que escasearan las bandas y solistas, o –más raro aun- que no se conocieran entre sí. Una rivalidad abierta, al estilo Glup! versus Canal Magdalena, actualmente no tendría asidero.
Otro factor que alimenta este mal llamado amiguismo, que en realidad es un mutuo y necesario blindaje contra la hostilidad del entorno, son los medios masivos de comunicación. Para un músico chileno joven es prácticamente imposible aparecer en un diario importante, a menos de que sea en la foto grupal del recuento del año (si es que a su disco le va bien), o a propósito de alguna historia extraprogramática (caso: la propia Felicia Morales contando en LUN cómo es su vida de peluquera y cellista). Y para qué hablar del escaso apoyo de radios o canales de televisión. Junto a los diarios, fueron tan miopes que tuvo que venir un periódico español, El País en su ya célebre artículo “Chile, nuevo paraíso del pop”, a contarles lo apasionante que era la música nacional. Recién ahí se dieron cuenta de lo ocurría, hace años, frente a sus propias narices. Archívese como una de las pocas veces en que la genuflexión ante lo europeo ha servido para algo.
Con el debido respeto a las proporciones, lo que ocurre hoy en día en Santiago se puede comparar con el Londres de hace dos décadas, donde las bandas de shoegaze y britpop se enlazaban de forma similar. “La escena que se celebra a sí misma”, llamó la difunta revista Melody Maker a ese fenómeno, protagonizado entre otros por Blur y Stereolab. Una revisión a la génesis del thrash metal y del hardcore también aporta similitudes: ambos movimientos partieron entre amigos y conocidos, muchos músicos colaboraban entre sí (no sólo musicalmente: hasta alojándose o prestándose instrumentos) y asistían a los shows del resto, mientras una porción considerable de sus seguidores suplía la carencia informativa publicando fanzines con datos de lanzamientos y fechas en vivo (función similar a la de nuestro sitio hoy en día). Voluntad ganándole la partida a la falta de recursos.
Reducir el árbol genealógico del pop chileno a una red de pitutos es un error triple. Contiene la supina ignorancia del que no quiere mirar lo que está ante sus ojos, la soberbia del que desacredita a priori el trabajo ajeno y también peca de fantasioso porque asume que hay apernados repartiéndose una suculenta torta. Ahí está su contradicción más grande, su peor falla como idea: por un lado, ningunea; por el otro, engrandece. No tiene sentido alguno. La lógica está de parte de los que reman para el mismo lado, a pesar de los obstáculos y el trolleo.
Por Andrés Panes