En esta sociedad pre-post-postmoderna lo efímero es lo que más existe, es como se suceden las cosas. Por eso el retener algo resulta tan significativo para algunos, y tan despreciable para otros. Y ese es el sentido de esta crónica añeja, que tiene casi un mes de maduración. No en la revisión de su escritura, sino en su momento de hacerla. Lo que ahora leen ha sido escrito en el momento actual, y refleja -o lo intenta- sucesos del pasado, de un pasado reciente y próximo, emotivo y fiestero, libre y acotado, y que no tienen más importancia que el que sucedieron y se vivenciaron por muchos diversos y distintos.
En tres días -16, 17 y 18 de septiembre-, Banda Conmoción, se presentó en nueve escenarios distintos. Otras agrupaciones también lo efectuaron, y sospecho que debieron vivir experiencias similares. ¿A cuáles me refiero? Al vértigo, a la premura, a la emoción, al cariño, a la risa, a las esperas atendidas, al frío de la madrugada, al estar en permanente presencia ante la gente, y a tener la posibilidad única de sentir distinta cada vez, de en pocas horas pasar desde lo más íntimo a lo masivo, desde el refugio de una ramada tradicional en San Francisco de Mostazal, a un escenario gigante en Colina. Toda una maratón, todo un esfuerzo y como siempre marcada por la entrega y la búsqueda del festejo ajeno y, por ende, el propio.
Son pasadas las cuatro de la mañana, y todos los integrantes vestidos y listos para interpretar sus instrumentos, se alistan en el bus que recorre los primeros metros de Avenida Matta de cordillera a mar. Al llegar a Santa Rosa, el bus se detiene, ellos bajan raudos, junto a Colo, Pancho y Fito, que cargando instrumentos y fierros se adelantan por una puerta lateral. Adentro del Arte Matta la cosa hierve, y al sentirse los primeros sones desde la calle la masa individual se altera, se voltea y dirige sus rostros a la puerta por donde la nueva procesión musical se despliega, se suma al total humano que allí se convoca, y se hace fiesta y regocijo, se hace luminosidad para los muchachos que se besan sin control junto a la puerta del baño, o que saca de su letargo a una niña que medio dormida esperaba en unas de las pocas mesas de la entrada. Así se prende el movimiento, y se hace difícil de detener y despedir.
Lo mismo ocurre, a otra escala y dimensión, un día antes en La Florida, cerca del canal San Carlos, en una presentación, donde las familias, con niños y adolescentes, más algunos dateados de siempre ven como entre sus mesas, junto a sus padres, y entre sus amigos pasar a un diablo rojo, a unas niñas con platillos y trompetas, a un flaco que salta y mira las cámaras fijamente. Allí se funden emociones y la calma, se abre el panorama que viene y se predetermina el hacer festivo de la banda y de los que asisten. Y la banda lo toma con calma, como un nuevo espacio para compartir, para reírse, para avanzar otro paso, para demostrar en algo que lo digo yo y no otro, que «están cada vez mejores», que su sonido esencial se hace más fiel a la idea de fondo.
En el bus el ambiente es cambiante. algunos conversan, otros descansan. Lo mismo en los traslados en auto. Donde lo que se sigue dando es el comentario, la broma, la reflexión detenida, la calma para sacarse una tocata y enfrentar la otra. En los camarines de cada lugar o los espacios definidos para eso, ocurre lo mismo: unos fuman, otros beben, otros calientan, se revisa el repertorio, se trata de hidratar el cuerpo, de nutrirse con alimentos y salen nombres para provocarse, para darse un ánimo que se vuelve una necesidad para llegar al final, luego de horas sobre el escenario, más lo ya comentado. Pero siempre hay una sonrisa, siempre hay un tiempo para conversar con aquellos que se acercan al final, que los quieren conocer, que desean una foto, o que desean consultar por aquel tema que ya no tocan o dónde y cuándo es la próxima presentación.
Son las dos de la mañana, el día da lo mismo, puede ser el Galpón Víctor Jara o el Bar Las Tejas, y su paso no se hace indiferente, sus nuevos temas se ligan con los más antiguos, el baile se hace con descontrol y como se fuera la última oportunidad para hacerlo. Las manos se alzan, los pies se cansan y se toman su minuto, las bocas se mueven siguiendo una letra que no se saben completa, pero que les da igual. El calor y el aire se cortan con la mano, y el sudor se hace presente en rostros y cuerpos. Los músicos sigan con su entrega, con sus bailes, con su paseo por la escena, con sus ritmos que embrujan y seducen, que hacen reflexionar a otros y que tienen esa riqueza de la variedad, de la diferencia y de la totalidad.
Tercer día llegando a las siete de la mañana, tercer día caminando por calles que no tienen a nadie. Tercer día despidiéndose de madrugada de cada uno de ellos. Tercer días guardando los instrumentos en Balmaceda. Tercer día que los rostros muestran agotamiento y la alegría de haberlo entregado todo y para todos, para todos esos distintos, esos que no sabe cuando se los volverá a ver o si es que eso ocurrirá realmente. Tercer día en que nadie me acompaña al terminar la jornada, que para otros recién empieza. Sólo por una avenida, salvo con la compañía de un músico que va rumbo a un cama en la casa de sus padres, mientras su hijas duermen en Con Con. Lo mismo le ocurre a cada uno ellos, que ya se duermen, que ya se caen de cansancio, pero que han desplegado lo que todos esperamos de ellos y que los pone en el lugar preciso y en el momento preciso para hacer que no todo sea la miseria del día, la opresión del poder, la muerte disfrazada, y la riqueza y opulencia que hiere. Unos pasos más, un vecino sale de su casa para iniciar su día, mientras yo llego para terminarla. Luego duermo y aunque no lo retengo creo que sueño contento.
Por Esteban Lazo
Fotografía: Valentina Flores
El Ciudadano