Barrio Yungay: Carnaval en y por la zona típica

El sólo hecho de caminar aquella tarde de domingo por Santo Domingo hacia el poniente -aunque el sol no tenía a esa hora ningunas ganas de ponerse- era ir sintiendo un ánimo, un aire a celebración, una sensación de libertad no muy común a las calles de Santiago


Autor: Sebastian Saá

El sólo hecho de caminar aquella tarde de domingo por Santo Domingo hacia el poniente -aunque el sol no tenía a esa hora ningunas ganas de ponerse- era ir sintiendo un ánimo, un aire a celebración, una sensación de libertad no muy común a las calles de Santiago. De una y otra esquina iban apareciendo personas -aquí caben todas las categorías imaginables- que atraídos por el polo, que era ese día la Plaza Yungay, se acercaban esperando que algo ocurriera. Muchos iban atraídos por la convocatoria de las bandas, otros por que querían hacerse parte del triunfo de los vecinos, aunque no lo fueran y nunca lo serán, pero daba igual, ellos -los triunfantes del barrio- se merecían nuestra presencia y la de muchos más. Otros estaban ahí por trabajo, por aprovechar que todo era intercambiable, que nada estaba censurado a adquirir o entregar. Otros porque era fin de semana y verano, y las casas no son un espacio muy grato para permanecer, nada mejor que irse a tender a la plza, tomarse algo, fumarse algo y disfrutar de una tarde distinta, donde nadie se fue detenido, donde miles de personas convivieron con su propio orden y sin imposiciones de la autoridad.

Y en ese rectángulo, en ese acotado espacio la vida se hizo presente, y la emoción acunó en sus brazos a varios. Y no sólo en ese rectángulo, el carnaval, la fiesta, la celebración, la espontaneidad, el arte, la libertad se paseó por otras calles, se hizo presente en un recorrido de colores, de sones, de saltos, de juego, de provocación y de clamores. También se vivió en la calma, en las lecturas de los escritores del barrio, en las letras que unidas unas con otras hicieron de contexto, de marco a la idea superficial, de referencia a otros tiempos, a años duros como lo hizo Redolés padre, a historias más recientes como lo hicieron otros, o a la rica tradición cultural, arquitectónica e histórica que se plasmó en los recorridos por el patrimonio que el barrio contiene en él.

Pero las palabras quedan cortas, las imágenes quizás podrían revelar mejor lo ocurrido. Además, creo que cada uno de los asistentes, sería capaz de armar su propia historia, su propio carnaval, con sus propios momentos, sus propios abrazos, sus propios encuentros con esos amigos que hace años no te topabas, o como en el caso mío, que al ver a los krishnas haciendo su propio jolgorio, evocar lo similar que fue a cuando unos años atrás los vi en Boston, de puro ajeno y vago en esa ciudad inglesa de Estados Unidos. Creo además que cada asistente tuvo su espacio o tema para sentirse identificado, así tomando un mojito, así comprando un documental a luca, así llevando un libro, así comiendo un hamburguesa de soya o unas cocadas o unas cabritas, así partiendo tras los pasacalles y volver a la hora y media, cansado pero dispuesto a seguir, así escuchando a Manuel García o Tito Escárate, así cantando que «no soy drogadicto, pero tengo luquita», así gritando que «quemaremos esta cuestión, si no hay conmoción» o así sentado en un escaño de la plaza, incapaz de mover un sólo músculo más sin que la coordinación falle. Y también existieron actividades para niños que fueron alzados por una escelar telescópica de bomberos, y para quienes quisieron informarse de los límites que establce la zona típica, o para aquellos que bastaba con un rato para satisfacer la curiosidad y partir.

Insisto en que me quedo corto, en que mi relato menor, mínimo, se queda vacío de miles de datos, se queda distante en registrar lo que significaron esos momentos alejados de lo cotidiano, esos miles saltando al mismo tiempo, esos cientos que fueron recibiendo las bolsas de agua que tiraba Chinchintirapie, esos disfrazados de uniformados con rostro de animal que se fotografiaban con sus pares, esos extraños que bailaban juntos al ritmo de sones nortinos, esos que se ubicaron en la mitad de la plaza y vieron como se encendía el fuego ritual de la Conmoción y después los fueron a dejar hasta su casa-vestuario-camarín, esos que escucharon parte del discurso de Salvador Allende de la noche de su triunfo presidencial en septiembre de 1970 en boca del vocalista de Mecánica Popular y rieron cómplices, esas niñas que en bicicleta seguían los recorridos musicales y embellcian la jornada desde sus sonrisas y ojos, esos que melón en mano bailaron todo y todas las propuestas sin que se les cayera ni una sola gota de vino, y así seguir hasta la imposibilidad de recordarlo todo… así sentir que cada color estuvo preciso, cada habla fue la pertinente y sentir la distancia y la finalización no cuando sonó el útimo acorde en la palza, ni cuando se brindó por última vez, ni cuando cada uno tomó rumbo a su próximo destino, sino que a lo lejos, por allá por mis barrios sin carnaval y zona típica, al momento de descalzarme para dormir, y ver que aun salía challa de mis zapatos.
por Jordi Berenguer


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