¿Cuáles son las ideas subyacentes de hacer una película con personas discapacitadas? ¿Incitarnos a ver lo que no vemos? ¿Revelarnos que la discapacidad no es un accidente sino una realidad y que como tal vale solo aceptarla? ¿Recordarnos que las personas no se diferencian por lo que aparentan sino por lo que son?
Lo cierto es que las respuestas probables obedecen a todas las preguntas anteriores. Podría argumentarse que estamos en presencia de un filme algo sensiblero, que las escenas resultan medio forzadas y que en los hechos la actitud general escapa en demasía a un principio básico de aceptación. Y quienes concluyan a priori que tales proposiciones son genuinas pueden optar por la siguiente alternativa: ignorar la película o, sencillamente, despojarse de los prejuicios personales y adentrarse en lo que esta película verdaderamente es: una metáfora, una alegoría que nos obliga a repensar el “discapacitado” mundo en que vivimos.
A menudo se considera que el nacimiento de un niño con síndrome de Dawn es una desgracia, una aberración de la naturaleza humana. Que el autismo, el asperger u otra anomalía constituyen una condena para quienes han engendrado seres desprovistos de razón, que sus existencias carecen de sentido siendo una carga, no sólo familiar, sino social. En suma: un extravío de la concepción y una equivocación perversa de la acción cromosómica.
Y sin embargo, cuán alejadas de la esencialidad humana resultan esas antojadizas y crueles apreciaciones. Nos ha costado un mundo reconocernos en aquellos seres supuestamente desprovistos de sus sentidos primarios. Cuestionamos, no sólo sus aspectos físicos, lo que ya resulta deplorable, sino y sobre todo su carencia de razonamientos, su virtual ausencia de interacción comunitaria.
Cuando vemos este filme partimos de una trama elemental: Marco Montes, el personaje central, un entrenador de baloncesto reconocido, se presenta como el verdadero discapacitado. Un individuo agresivo acosado por sus propios fantasmas personales, preso de sus estados de ánimo, ausente de padre y desligado de una relación de pareja que ha destruido parcialmente producto de su intolerancia, su egoísmo ciego y una vanidad cuestionadora de su entorno, amén de la pérdida del más primordial sentido común. Nadie es lo suficientemente válido para sus pretensiones. Ni el entrenador principal de un relevante equipo de baloncesto a quien asesora ni quienes configuran su ambiente inmediato. De ahí que la debacle que lo seguirá es la consecuencia obvia de quien tropieza una y otra vez con su porfiada obstinación: los demás son la causa de su resentimiento, incluida su madre y su pareja.
Luego, el altercado inicial que lo saca de su condición de segundo entrenador, su detención policial por conducir en estado de ebriedad embistiendo a un vehículo policial y la consecuente sanción de que es objeto son efectos injustos de una sociedad que lo persigue. Él es la víctima, el sujeto inculpado por el medio. Y el hecho de que deba cumplir con entrenar ahora, como parte del “castigo” judicial, a un grupo de discapacitados marginales, le resultará la tergiversación final.
Y he ahí el cambio de enfoque.
Adentrarse en la sicología de los personajes discapacitados constituirá un reto, primero, rechazado, chocante, toda vez que los mira como seres inútiles. Y después, lenta y progresivamente, irá develando el valor interior de cada uno de ellos a la par que logra ir conformando un “equipo” de baloncesto digno de competir con sus iguales en las mejores condiciones deportivas.
Pero, el quid de la película estriba en el cambio de óptica que Marco Montero tiene respecto de la discapacidad. Su metamorfosis corre a la par con la ternura recibida por quienes había rechazado desde un comienzo. Se enterará, a su pesar, que uno de ellos trabaja en un centro de animales, que otro es dependiente de un restaurante, que aquél es mecánico y músico de rock, etc.
El filme está lleno de pequeños incidentes que harán variar entonces su apreciación antojadiza. Y esto quizás sea lo más válido de una película que no es pretenciosa ni grandilocuente: evidenciar sencillamente que los seres humanos nos parecemos y que nuestras carencias están colocadas en nuestro desarrollo individual en directa proporción con las fobias personales que las configuran.
El desenlace pudiera ser falsamente catalogado de “truculento” si no se analiza el sentido profundo de la cinta. Hay un mensaje, obviamente. Pero sobre todo hay un “mirarse” a sí mismo y preguntarse quién es en verdad discapacitado: el que padece una enfermedad invalidante o quien la ignora con su desprecio espurio.
Y ello, naturalmente, no se mide por las probables deficiencias físicas o mentales que pudieran tenerse, sino por esa “ausencia de amor” que nos ha llevado a crear seres desprovistos de compasión y empatía en una sociedad definitivamente enferma donde todo se mide por el contagio del “tener” y nunca del “ser.”
Ver a estos “campeones” nos reconcilia con quienes nos parecen discapacitados, escudados en nuestra propia ignorancia y prejuicios insanos.
Y ello vale para todo tipo de exclusión.
Quizás sea ese el mérito mayor de este filme oportuno, necesario y, paradojalmente, alegre.
Por Juan Mihovilovich