Si bien sus elementos escénicos son mínimos, su guión denso y -salvo la saludable dosis de humor negro- estremecedor, “Zapatos con sangre” no decae en sus 65 minutos de duración. Todo lo contrario. Y esto se debe, principalmente, al excelente trabajo del elenco compuesto por Alejandro Rivas, Simón Aravena, Juan Pablo Miranda, Bárbara Ruiz, Paula Jiménez, quienes construyen personajes con relativa profundidad, queribles en su desconcierto y, lo más importante, creíbles.
Y decimos lo más importante, porque un tratamiento demasiado idealista o paternalista de la temática en cuestión, habría generado una fantasía lejana y grosera para la realidad de quienes viven encerrados en las cárceles del Estado (el espacio de las directrices del capital global, el Imperio).
Concebida por Gomal Ibarra, dirigida por Pablo Muza y puesta en escena por Compañía Teatro Origen, “Zapatos con sangre” transcurre en una cárcel, cuando cinco presos se encuentran en las pruebas finales de un programa de ‘reinserción’ que evalúa si están aptos para recuperar de inmediato su libertad.
Su raíz realista sitúa a los espectadores en una posición casi voyeurística -de una manera que a veces alude concientemente a un reality show-, pero transcurrido el tiempo nos damos cuenta que la cadena de observadores es más amplia y siniestra: como verdaderamente ocurre, ninguna zona queda libre del ojo de carceleros, en este caso personificados en los “monitores”, que vigilan vía cámaras cada actitud, comprobando si estos cuerpos están aptos para volver a ser ‘un aporte a la sociedad’.
Construyendo el camino dramático a punta de un humor trivial de tonos oscuros y un lenguaje vulgar y agresivo, poco a poco los personajes van dibujándose en sus miserias y angustias. En ese sentido, se vislumbran algunos arquetipos modernos reconocibles en los escenarios urbanos, que no responden sino a las subjetividades construidas por un sistema basado en la separación y la acumulación irracional. Uno a uno, van definiéndose, no sin ciertas contradicciones, y en su encierro terminal sus energías van y vienen, constituyendo la entropía de cada sistema cerrado.
Más allá de las notables actuaciones en las que se apoya “Zapatos con sangre”, que sustentan de magnífica manera la forma y fondo de la obra, la situación construida es esencialmente política. En ella, términos como ‘libertad’, ‘cárcel’, ‘rehabilitación’, ‘vigilancia panóptica’, se proyectan y problematizan en sentido amplio a todas las esferas de nuestra vida. La cárcel como espacio extremo de encierro y deshumanización, pero también como la vida cotidiana en un sistema/mundo donde, parafraseando, la garantía de no morir de hambre es morir de aburrimiento. La libertad, así, queda relativizada; y luego también, la vigilancia omnipresente, el dictado del tiempo productivo, la noción de ‘utilidad social’, instalándose como aspectos descompuestos de la civilización contemporánea.
“¿Qué vamos a hacer afuera?”, se pregunta uno de los personajes hacia el final de la obra; el más pesimista, pero que en su nihilismo brilla lúcido y cómplice. Cuando las pretensiones del teatro político quedan reducidas al panfleto iluminista, “Zapatos con sangre” pone en tensión nuestra propia posición en el mundo, un gesto que desborda las nociones tradicionales de lo político; que siempre es humano, demasiado humano.
Por Cristóbal Cornejo
El Ciudadano