Cristián Salgado, escritor: “Hay que ser muy valiente para escribir en serio, un mártir, un guerrillero, qué se yo, un apóstol”

Poco pretenciosa, la pluma de Cristián Salgado Puehlmann sella un implícito pacto de confianza con el lector

Cristián Salgado, escritor: “Hay que ser muy valiente para escribir en serio, un mártir, un guerrillero, qué se yo, un apóstol”

Autor: Cristobal Cornejo

Poco pretenciosa, la pluma de Cristián Salgado Puehlmann sella un implícito pacto de confianza con el lector. Sus escritos son el reflejo de una mirada compleja que cuestiona, sin tapujos, la belleza misma de la literatura.

Cristián comienza evadiendo la pregunta de rigor, respectiva al carácter de sus escritos. “Es extraño hablar de tu propia escritura. Cuesta. Me cuesta escribir también”, reconoce. Su confesión es un punto de honestidad que se agradece, en medio del usual endiosamiento de la inspiración artística y la extrema valoración de su rol en la literatura.

Lejos de las visiones poéticas, Salgado sostiene que “la escritura en sí misma es angustiante y monstruosa”. Disperso tanto en sus escritos, como en la entrevista, se pasea con naturalidad por temas tan diversos, como opuestos, entregándoles una auténtica relación.

Desde el anonimato que refugia a centenares de escritores, quienes sin tener una tribuna oficial para expresarse ante el mundo, lo hacen desde las entrañas, con la naturalidad que otorgan las pocas pretensiones, la falta de contratos y la ausencia de un editor que actúe como árbitro entre las letras y la propia pluma, se manifiesta con sinceridad.

“No creo que se trate de un oficio bello, sino al revés, todo lo contrario. Repugna a veces. De repente dan ganas de mandarlo todo a la cresta. Además todo el mundo escribe, está lleno de basura y uno piensa para qué seguir contribuyendo con más basura, porque aquí nadie ni nada te garantiza que lo que estás haciendo está bien”, asegura.

Para bien o no, la escritura de Salgado ha sido fructífera. Con breves apariciones en Revista Grifo y Revista Deriva, ha configurado un estilo propio, que sorprende con facilidad desde uno de sus más llamativos inventos: “We are fuckin angry”, columna que nació tras sus primeros intentos con la redacción periodística.

“Decidí hacer una diatriba a partir de determinados sucesos noticiosos, un poco para ayudar a desenmascarar a los cerdos que andan dando vueltas por ahí, agarrarlos un poco para el hueveo desde una perspectiva, cómo le llaman, de izquierda, que es también el sector político con el que más podría llegar a identificarme”, relata.

A sus 28 años, reconoce que la política se instala con facilidad en el discurso de lo escrito. “Se trata de un elemento ubicuo. Está dentro y fuera de la escritura, omnipresentemente. No sacamos nada con evadirla, es imposible. Siempre estará ahí. El mismo acto de escribir ya es un acto político de una frescura sinvergüenza”, asegura.

“EL ACTO DE ESCRITURAR ESTÁ PLAGADO DE UNA VULNERABILIDAD TREMENDA”

Cristián admite que no siente particular fanatismo por algún escritor en particular, pese a estar ad portas de licenciarse en Literatura. “Está lleno de buenos escritores, hay para regodearse. Eso sí, no soy acólito de ninguno. No podría decirte mira, aquí está la madre del cordero, la biblia. Tampoco leo a autores desconocidos. Leo a los mismos de siempre”, explica.

Sin embargo, recomienda un texto llamado “Yo no soy católico”, de Eduardo Carrasco, al que llama “un poema impresionante disfrazado de canción”. Y agrega: “Hay que leerlo o escucharlo, porque es la raja”.

Salgado asegura que la escritura es algo complejo, que “hay que ser muy valiente para escribir en serio, un mártir, un guerrillero, qué se yo, un apóstol. En mi caso recién intento aproximarme a eso, desafiar mis miedos”. Por otra parte, manifiesta que el propio acto de escribir está plagado de “una vulnerabilidad tremenda, una orfandad desmesurada que pulula por todas partes y ahoga”.

La hermeticidad es sólo una de las huellas que deja cada uno de sus textos, una narración críptica que juega a engañar, pero que no es cínica o no lo parece. El mismo misterio se apodera de la declaración de Cristián, cuando es consultado sobre las proyecciones respecto a su escritura. “Eso es un secreto de Estado”, responde. “Averigua vía Wikileaks”.

Por Vanessa Vargas Rojas

El Ciudadano

Fragmento  de Cristián Salgado

A Oroquieta le pincha la lluvia pequeñita en la cara, aquella cortina espuria desde dentro casi transparente, imperceptible, humedeciéndosela, mostrándose casi tierno Oroquieta apostado sobre una ventana de la casa rescatada, resistiendo. Al desconocido le dan ganas de hacerle arrullos, cantarle tal vez una canción entre susurros y gritos febriles, desconociendo el límite exacto entre ambos puntos. ¡Pero si apenas se conocen! El desconocido piensa que rescataron la casa, me lo dice mientras caga con la puerta del baño abierta, intento no mirar, torcer el pescuezo, fijar la vista en un crucifijo invertido que pende en una esquina o en un balde anaranjado repleto de agua púrpura con un trapero dentro. Hago el ejercicio de pretender mirar las dos cosas al mismo tiempo. Oroquieta abre la ventana y se aposta ahí donde todavía está apostado y gruñe (sólo al principio). En paz, se le nota en la cara, un contrasentido horrible, pienso. Sé que el desconocido termina de cagar porque escucho los cortes en el papel higiénico, uno tras otro, como si hubiera cagado espeso y le costara trabajo quedar limpio. Vuelvo a mirarlo y lo veo de espaldas al espejo, medio curvado, insertándose un supositorio de benzedrina, el agua volviendo a llenar el estanque del inodoro, el tipo subiéndose primero los calzoncillos después los pantalones, y se refriega las manos en el lavamanos (la espuma se mezcla con restos de sangre seca, el tono de las manos se vuelve barroso) y tararea lo mismo la canción de Popeye, el marino o la de Jingle bells o la del elefante que se balanceaba o. Se acerca a Oroquieta, sube la escalera. Le acaricia la espalda, el pelo, el pescuezo, le hace arrumacos. Pero Oroquieta inmutable, con ese aire desafectado, de no estar ni ahí siquiera, como si no se diera cuenta o no sintiera nada allí al principio o al final de la escalera, dependiendo. El desconocido gira en silencio (todo está tapado en silencio), apoya su mano izquierda en el pasamanos de madera y comienza a bajar los escalones hacia abajo donde yo me encuentro. No sé por qué ya no conversamos, tal vez sea cosa de esperar un poco, tener paciencia, a veces las cosas no son como las pintan, una película de Tarantino, Perros de la calle, Reservoir Dogs, o la escena de Pulp Fiction cuando una mina se va de sobredosis: alaridos, muecas, correteras, nada de eso. En cambio vamos a la cocina, abrimos una despensa –botellas de vidrio, dos paltas comidas hasta la mitad (el cuesco que se asoma), aceite, sal desparramada mezclándose con el azúcar desparramada (se vuelven lo mismo), un durazno, una máquina de coser, una manta azulada, un paraguas, dos o tres plumas blancuzcas, cuarentaicuatro anillos, una calabaza hueca con una cara dibujada, etcétera–, me dices que la benzendrina ya te está pegando, que ojalá no te venga una diarrea, sacas del bolsillo del pantalón dos pastillitas de carbón, te las tomas y no me dices nada y yo tampoco”.


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