Cuando La Bomba Cayó

Cuando la bomba cayó era pasado mediodía

Cuando La Bomba Cayó

Autor: El Ciudadano

Cuando la bomba cayó era pasado mediodía. Mamá preparaba unos panes con semillas que había conseguido en un depósito de alimento para aves. Papá venía entrando a casa con un bidón lleno de agua turbia. Selim, mi hermano mayor, estaba comenzando a encender el fuego en un brasero, con algunos panfletos arrojados por aviones israelíes que nos decían que debíamos abandonar Gaza hacia el sur y trozos de madera recogidos en el camino que había quedado por todos lados luego de los bombardeos: principalmente restos de casas destruidas o ramas de olivos y naranjos que habían sido aplastados por los bulldozers del IOF.

Yo me encontraba junto a la cama jugando con Samara, mi hermanita de dos años. Cuando la bomba cayó. Instintivamente abracé a Samara y me puse en posición fetal, con ella entre mis brazos y piernas, justo al lado de la cama que compartíamos con mi madre y mis hermanos. Papá dormía sobre unas frazadas, junto a la cama, en el mismo lugar donde ahora mismo me encontraba.

Cuando la bomba cayó. Y junto a ella todo cayó. Nos tragó la oscuridad.

El edificio de tres pisos donde vivíamos colapsó y se vino abajo completamente. Nosotros vivíamos en el segundo piso. Mientras la construcción se derrumbaba, un doloroso zumbido en mis oídos, causado por el ruido de la detonación, llenó cada espacio de mi cerebro.

Intentaba oír si Samara decía algo, pero era incapaz de escuchar nada más que eco de la explosión. Pero pude sentir como ella se movía entre mis brazos mientras éramos engullidos por bloques de concreto.

No podía creer cuando, al asentarse todo después de unos pocos segundos de caída, los que me parecieron durar todo un día, seguíamos vivos.

Al estar junto a la cama, la estructura de nuestro techo y piso de nuestros vecinos arriba había quedado inclinado sobre nosotros, creando una zona triangular libre de escombro y llena de vida. De dos vidas.

Poco a poco fue pasando el zumbido provocado por la explosión, y lo primero que Farid pudo oír fueron los gemidos de su hermana. Entre llantos balbuceaba: «Que le pasó a mis orejitas que solo me gritan, no puedo escuchar nada Farid, no puedo escuchar ni mis palabras hermanito, sácame este dolor de mis orejitas, por favor Farid, ayúdame. ¿Dónde estas? No puedo verte, no dejes de abrazarme, no te vayas por favor, no me dejes sola».

Al comienzo todas sus palabras le sonaban como un ruido de fondo sobre el buzzz que vibraba en sus tímpanos, pero cada vez sus palabras sonaban más y más fuerte, hasta percatarse de los gritos desesperados que daba Samara.

Se dio cuenta de que podía mover sus brazos y mientras comenzaba a acariciar su cabello, con la otra mano tocaba suavemente sus labios, lo que paró inmediatamente sus desesperados aullidos.

Tras acariciarla unos minutos le preguntó: «¿Samara, puedes oírme?». «Sí. «¿Qué pasó? ¿Dónde están papá y mamá? ¿Y Selim?». Tras decir esas palabras, explotó en llantos.

Una vez Samara recobró la calma, su hermano le dijo: «Una bomba cayó.». Ambos callaron un buen rato, intentando asimilar su situación dentro de esta oscuridad, Dándose ánimo, intento retomar lo que había empezado a decir. «Una bomba cayó. Aún nos sé porque seguimos vivos. Espero todos estén bien. Hay que tratar de mantener la calma hermana. Cuidar el aire que tenemos. Y esperar. Hasta que venga algunos vecinos y comiencen a remover los escombros. Así que lo que debemos hacer es estar tranquilos, y cada cierto tiempo golpear con una piedra algún escombro para que sepan que estamos aquí.». Y la apretó entre sus brazos y callaron, sumidos cada uno en pensamientos sobre su vida y cómo está nunca más volvería a ser igual a Cuando la bomba cayó, cayeron todos sus sueños también.

Cuando la bomba cayó, Samara y Farid quedaron sepultados en escombros, y luego de casi cuatro días lograron rescatarlos. Ahí Farid tuvo que enfrentar la dura noticia de la muerte de todos los otros miembros de su familia. Rápidamente se dio cuenta que a sus diez años, era el responsable de su pequeña hermana. De que tendría que ser un padre para ella. Y también de que no tenía idea de cómo hacerlo.

Tras ser rescatados fueron llevados al hospital de Nasser en Khan Younis, donde les aplicaron las últimas botellas de suero que iban quedando y algo de comida. Al los tres días de su ingreso al hospital, luego de que el IDF había bombardeado intensamente Deir el-Balah, el hospital cada vez estaba más atestado de gente, llenando cada rincón del suelo de cada pabellón. Algunos de ellos sin miembros, otros quemados con fósforo blanco, otros con heridas de bala y muchos al borde de la muerte. Muchos niños abrazaban a sus padres martirizados y vice versa. En medio de este caos entraron corriendo unos niños con panfletos que acaban de caer del cielo, informando que debíamos evacuar el hospital y dirigirnos hacia Rafah.

– En la carretera, algo recuperados, caminábamos descalzos yo y Samara. Entre cientos de miles de Palestinos desplazados. Con llagas en los pies, que ya no sangraba debido a la cantidad de arena del desierto que habían acumulado al andar, consiguieron llegar a Rafah.

Ahí fueron ubicados en una tienda de campaña junto a otros veinte chicos, también huérfanos. La comida que ingresaba era mínima. Así que cada día iban perdiendo fuerzas. Hasta que una noche, poco antes del amanecer, alguien dentro de la carpa gritó: «Hey, despierten. No escuchan ese zumbido. Camiones se acercan. Vamos a ver qué está pasando.

Al salir, se dieron cuenta de que no eran los primeros en oír el sonido. Se oían gritos que hablaban de una caravana de camiones que se divisaba a lo lejos. Otros, esperanzados, vaticinaban que habían permitido el ingreso de alimentos y medicinas. Cuando al fin llegaron los camiones, nadie podía creer lo que estaban viendo. Realmente eran camiones con ayuda. Llenos de sacos de harina. Miles de ellos. La gente, ante esta escena y la desesperada situación de hambre debido a la falta de alientos se abalanzó hacia los camiones Farid salió corriendo con el resto de la gente, cogiendo a Samara fuertemente de su mano.

Llegaron a un camión y vio a un amigo de su tienda. Una sola mirada basto para generar una complicidad mágica. Ambos sabían que no podrían cargar un saco de harina por sí solos. Pero entre dos sí que era posible. Mientras la gente trepaba a los camiones, muchos sacos comenzaron a caer en el camino.

Simultáneamente, ambos fijaron su mirada en uno de ellos, y comenzaron a correr hacia él. Cada uno lo tomó de un costado, y comenzaron a alejarse del camión. Cuando la bomba cayó. Y se dieron cuenta de que todo había sido una emboscada, una vil maniobra para reunir a este hambriento grupo de gente cerca de un gran señuelo y luego matarlos. Cuando otra bomba cayó. Y luego otra. Y así, sucesivamente, no dejaron de caer. Una bomba cayó sobre Farid. Otra cayó sobre Samara. Cuando la bomba cayó, todo se apagó.

Por Marcelo Aray 03/17/2024

Todos los derechos reservados al autor

Ilustración: Anahí Saá

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