Cuentos Ciudadanos: «Mariana» de Thomas Harris

Thomas Harris (La Serena, 1956) es uno de los poetas chilenos más relevantes de la llamada Generación de los 80’s, que hoy en día sigue en plena actividad escritural, con publicaciones recientes tanto de poesía como narrativa

Cuentos Ciudadanos: «Mariana» de Thomas Harris

Autor: Francisco Ide

Thomas Harris (La Serena, 1956) es uno de los poetas chilenos más relevantes de la llamada Generación de los 80’s, que hoy en día sigue en plena actividad escritural, con publicaciones recientes tanto de poesía como narrativa. Desde su primer libro de poemas La vida a veces toma la forma de los muros, de 1983, hasta Perdiendo la batalla del Ebr(i)o, de 2014, ha publicado 15 libros de poesía, que le han valido premios tan importantes como el Premio Casa de las Américas (en dos ocasiones), el Premio Pablo Neruda, el Premio Municipal de Literatura y el Premio Altazor, entre otros. En 2016 fue postulado al Premio Nacional de Literatura, y en 2017 publicó la antología personal En el mismo río por Ediciones UDP, donde recoge poemas de toda su producción poética.

No solo es uno de los poetas más interesantes, alucinados y libres de los últimos 30 años en Chile, si no que también ha incurrido en la narrativa, con tres libros de relatos que han recibido excelente crítica: Historia personal del miedo (1994), Sueños sin párpados (2014) y Pequeña historia del mal (2015). Su obra está cruzada por referencias al cine, los videojuegos, la cultura de masas, el género fantástico y de terror, la literatura y la filosofía.

Harris se ha caracterizado por participar de la contracultura e ir a contracorriente de los circuitos oficiales publicando sus libros muchas veces en editoriales emergentes. Hoy, en concordancia con ese espíritu, Thomas Harris le ha cedido a El ciudadano el relato inédito «Mariana», que presentamos a continuación.

Imagen: «Victoria-Falls» – Eric Fischl

Mariana

He who desires but acts not, breed pestilence.

(William Blake)

Llegamos una tarde de verano, los cuatro adolescentes, en la parte de atrás de la camioneta verde -igual a la del padre Hurtado- del tío de mi amigo Eduardo a la parcela, cerca de la Compañía Baja, en La Serena, donde pasaríamos la tarde escuchando las olas de la playa y la brisa marina salándonos los cuerpos incipientes, comiendo sandías.

El Eduardo, el Pancho Hernández, la Mariana y yo. El Eduardo era mi mejor amigo por esos años y la Mariana su tía, una tía preadolescente, de doce años, que vestía marianamente, es decir, un vestido de muselina celeste, con un cuello de encajes blancos, y el Pancho Hernández, un amigo que vivía a media cuadra de nosotros, en la calle Las Casas, que colindaba con la calle Vicuña, donde con el Eduardo y la Mariana éramos vecinos. Nuestras casas estaban situadas frente a frente, y con el Eduardo y la Mariana jugábamos en esa calle vieja y colonial, juegos de niños, incipientes los cuerpos, incipiente el tiempo, incipiente nuestra amistad que algún día perentorio terminaría como todo termina en el descubrimiento de la conciencia de ser, es decir, de la muerte.

Bajamos de la camioneta verde los cuatro muchachos y comenzamos a caminar por la arena blanca y bullente de sol esa tarde, trotando, riendo y, más tarde, caminando, cuando la misma arena hacía más dificultoso trotar y correr. El Eduardo iba adelante con el Pancho Hernández, para mí el invitado de piedra de esa tarde y de esta historia; la Mariana, con su vestido celeste que se adosaba a los muslos y los glúteos como renuevos, me llevaba cierta ventaja en el la senda de la arenisca. Yo, preadolescente tímido y miedoso al mar y a la vida, que es lo mismo, miraba su cuerpo -o el vestido de la virgen del Carmen apegado a él- tratando de apurar el paso con mis zapatos de gamuza, impropios para ir por el camino de arena, en la parcela del tío del Eduardo, cercana a la costa, y con el sonido del mar y la brisa marina y el miedo paranoide de que las olas llegaran en un maremoto hasta los cuatro. La Mariana tenía el cuerpo ya casi formado, las caderas, el cuello que se asomaba por el vestido celeste y las alitas blancas de la blusa donde se desparramaba su pelo rojo, muy rojo, que se abrillantaba por los rayos del sol del mediodía.

Íbamos hacia el plantío de sandías que tenía en su parcela el tío del Eduardo, una especie de transgresión inocente, si las hay, ya que nos habían prohibido acercarnos a él. Pero íbamos a romper la regla, donde nos habían advertido que sólo podíamos comer de las sandías rotas por los picotazos de las gaviotas que rompían la cáscara verde hasta llegar al corazón rojo, jugoso y lleno de pepitas negras de las sandías heridas por las aves marinas.

Cuando llegamos al plantío de sandías nos percatamos que todas estaban sin los esperados picotazos de las gaviotas, protegidos sus rojos corazones jugosos por la cáscara verde, rígida, dura e impenetrable, como el vestido celeste de la Mariana. Yo propuse seguir caminando, pero el Pancho Hernández miró al Eduardo con un gesto para mi gusto pecaminoso, que yo comprendí inmediatamente: introdujo su mano derecha al mismo bolsillo y la dejó  ahí como acariciando algo que a mí se me ocurrió su pene. Pero no era su pene, era un cortaplumas que finalmente sacó del bolsillo y exhibió con una sonrisa. A falta de gaviotas, el cortaplumas haría la tarea de las aves marinas, que ese día sólo revoloteaban en lo alto, buscando mariscos: almejas u ostiones. El Eduardo se río y seguimos caminando dificultosamente por la senda de arenisca. Mis zapatos de gamuza se habían llenado de granitos dorados y calientes y me fui quedando atrás. La Mariana, que calzaba sandalias de cuero café -sobre unos calcetines blancos con caladuras similares al cuello de su blusa-, se había adelantado, y tras ella, el Eduardo y el Pancho Hernández, el invitado de piedra de esta historia, iban tras ella. Y yo, ínfimo y atemorizado mirón de lo que ocurría, me di cuenta de que el Pancho Hernández, el invitado de piedra, le daba codazos al Eduardo y movía su cabeza haciendo gestos medrosos hacia la Mariana. Se reían porque la brisa marina apegaba el vestido celeste de la Mariana a su cuerpo y sus ya no tan incipientes caderas y glúteos, se marcaban cada vez más bajo el vestido del color de la virgen María.

Traté de apurar el paso para interponerme a ese invitado de piedra y mi amigo, el sobrino de la Mariana, ya que del pudor pasé a los celos. El Pancho Hernández estaba, con sus gestos y su mirada, agraviando el cuerpo de la Mariana y el Eduardo ya era su cómplice. Los alcancé y -para que se terminara ese agravio-, miré el enorme cúmulo de sandías que crecían desde la arena caliente y se enrollaban en sus tallos verdes y pulposos, y propuse que comiésemos de ellas rompiendo la piel verde de las frutas, con el cortaplumas del Pancho Hernández. Pero ellos ya lo habían decidido y estaban arrodillados, dándole puntazos con el cortaplumas a las gruesas cáscaras verdes, que se partían con facilidad, y de ellas salía la pulpa roja y jugosa de las sandías. Comenzamos a sacar trozos de pulpa con las manos y a comer de la roja carne, jugosa y fresca. La Mariana estaba dichosa, transgrediendo las instrucciones de su tío y yo miraba -porque no comí de la pulpa o el corazón de las sandías-, miraba como el jugo rojo le caía por el cuello de la blusa a la Mariana y manchaba ese cuello hace poco impoluto del vestido, y el pecho celeste, del jugo rosáceo de las frutas, y las pepitas que escupía, como el Eduardo y el Pancho Hernández, a la arena cada vez más caliente por el sol de la tarde.

El vestido celeste de la Mariana ahora estaba empapado de jugo de sandías y, al apegarse a su cuerpo, hacía que los pezones erguidos al máximo -quizá por la excitación del jugo de las sandías, o por la desobediencia a las instrucciones del tío o por el brillo del sol en la navaja brillante del cortaplumas del Pancho Hernández- la llevaran a un paroxismo extraño para ella. Pero, creo ahora, que sólo estaba feliz, como una preadolescente comiendo el corazón fresco de las sandías sobre la arena ríspida y ardiente. El Pancho Hernández cortaba trocitos de los corazones de las sandías y se los acercaba a la boca a la Mariana, pero ella no dejaba que los introdujese directo del cortaplumas a su boca, sino que los sacaba del brillo de la navaja y los introducía en su boca, mientras el vestido celeste se empapaba cada vez más, y cada vez más yo adivinaba el turgente erguirse de sus pezones incipientes.

Ya ahítos de tanto comer de los corazones rojos de las sandías, continuamos caminando por el sendero de arenisca dorada, que ahora se le había adosado al pecho del vestido color del cielo de esa tarde que rememoro, de la Mariana, y cada grumo de arena, brillaba como pepitas de oro sobre la muselina del vestido y los pezones más que intuidos. Entonces tuve una vergonzante erección, que disimulé metiendo las manos en los bolsillos de mi pantalón de género beige.

Continuamos nuestra caminata hasta que la interrumpió un puente de arco de cemento, que había que vadear o saltar. Yo propuse vadearlo. En ese entonces era un preadolescente asustadizo, mi padre se había ido a la Antártida, porque era militar, y le habían ofrecido fundar unas de las primeras bases de la Armada en el Polo Sur, y mi madre, en su ausencia, se había involucrado con un hombre de su edad, pequeño burgués y cesante, que mi abuelo Raúl odiaba y que, por lo tanto, apoyó el dictamen de mi abuela Violeta, que expulsaba a mi madre de la Serena a Santiago, como el padre de Georg Bendemann, en La condena de Kafka. Así que me criaron una tías abuelas, en la calle Colón 666, número diabólico -como todos sabemos-, en una casa de tres patios y un huerto, con una palmera centenaria en el medio, donde, por las noches, manos invisibles movían la vajilla de los cajones de los dos comedores de la casa y tocaban melodías de Schubert en el piano del salón principal, por lo que fui un niño gótico y miedoso y, después, un preadolescente aterrado por la cercanía del mar y las alturas.

Colón 666, la casa de mi infancia, antes de mudarme a la casa de Vicuña, donde conocí al Eduardo y la Mariana, y también al Pancho Hernández: Colón 666, cuya numeración mis amigos y conocidos, dudan hasta que la ven, y que la Mariana tampoco comprendió, en números metálicos, bajo dos cuadros de cerámica que representaban a don Quijote y Sancho Panza. El portón era de madera gruesa, roble quizás, y tras el portón -que esperaba una visita improbable-, con dos golpeadores de hierro, estaba la mampara, con cristales biselados, y los pasillos y los tres patios y, al fondo, la palmera centenaria. Y el miedo, el miedo a la muerte, porque en Colón 666 descubrí la conciencia, y la conciencia es siempre conciencia de la muerte. Y los fantasmas, porque por las noches brumosas de La Serena se escuchaba el rumor del mar hacia el faro que aun trataba de engañar a Bartolomé Sharp, para que no saqueara nuevamente la ciudad, y la bruma se entrelazaba con la memoria: la casa estaba poblada por nosotros y por los fantasmas, decían mis tías abuelas, que la poblaban porque habían ocurrido muchas muertes en sus 9 habitaciones; pero yo jugaba con mi tortuga en el jardín, bajo la palmera centenaria, y esperaba que cayeran por mor de la brisa estival los dátiles, que los pelaba con cuidado y los dejaba deshacerse en mi paladar. Por las noches sonaba -como contaba- el piano, sin que manos algunas lo tocaran, y la vajilla de plata se inquietaba en los cajones de los comedores. Ahora son dos oficinas de adobe a la vista del visitante, el único, yo, desde que descubrí la muerte en Colón 666, es decir, la conciencia de ser, como dije, la conciencia de la muerte. Y cuando la sueño, la sueño en ruinas como todo recuerdo de la inocencia ya perdida para siempre. Nunca sabré si hubo fantasmas. Si mis tías creían en esos lúgubres visitantes de la noche. Y los fuegos fatuos del jardín, y el olivo que noche a noche regresa a mi memoria de niño asustadizo, con sus aceitunas ya agostadas en el barril. Entonces corría por los tres patios de Colón 666 para huir de los fantasmas que los poblaban. Es raro: en mis sueños la añoro, a la casa, pero siempre se me aparece en ruinas. Los fantasmas, cuando despierto de esos sueños, siempre se esfuman como lo que son, fantasmas. Y los únicos fantasmas que perviven cuando despierto agitado al soñar con Colón 666, son los Otros, como decía Sartre en “A puerta cerrada”: el verdadero infierno, porque te miran inmóviles en un cuarto sin puertas ni ventanas y te hacen ser por sus miradas y tu culpa infringida por la educación católica, apostólica y romana del Seminario Conciliar donde estudié mis preparatorias; pero en Colón 666, una casa poblada de sutiles espectros, yo era inocente, creo. Y la casa me miraba con cariño, y me veía bajo el sol y trataba de abrazarme con amor. Pero nunca lo comprendí. Y por eso ahora la sueño en ruinas y no sé cómo ella, la casa, me sueña ahora, si me sueña, a mí, todavía. Como el puente de arco de la parcela del tío del Eduardo, allá en la Compañía Baja.

El asunto es que no pudimos vadear el puente de arco, porque a sus costados había crecido mucha maleza, unos arbustos y ramajes incultos, así que no nos quedaba más que subir al puente de arco y después saltar al otro lado, a las dunas de arena mullida, con el fin de llegar sin rehacer el camino, para regresar a la parcela del tío del Eduardo, donde nos esperaba la empleada de la casa para tomar once. Los cuatro estábamos ya bastante hambrientos. La tarde había pasado rápido y el sol comenzaba a declinar y, la brisa marina, pasaba de la tibiez veraniega a una fría sensación de pleamar costero.

Entonces, el Eduardo, sin pensarlo más, hizo un gesto de trepar por las salientes del puente de arco, pero el Pancho Hernández lo detuvo tomándolo del brazo y para que esperase. Yo estaba a unos pocos metros de ellos, y no sería el primero en subir el puente de arco. Entonces, la Mariana, fue la primera en subir, y ellos quedaron rezagados, conmigo un poco más atrás. La Mariana trepó los costados del puente de arco ágilmente, y vi cómo se le subía el vestido de muselina celeste y cómo se asomaban a la mirada de los tres sus bombachas blancas, impolutas, y se le introducían entre las nalgas y dejaban ver unos glúteos bien formados y protuberantes. El Pancho Hernández, con la mano derecha en su bolsillo, no sé si jugaba con su cortaplumas o con su pene. Pero miraba de reojo a mi amigo Eduardo y le hacía guiños maliciosos y se reían ambos, hasta que la Mariana llegó arriba del puente de arco y nos quedó mirando como diciendo “¿vieron? si yo subí ahora les toca a ustedes”. El Pancho Hernández subió segundo y, cuando el Eduardo lo iba a seguir, me miró y me vio dubitativo, o mejor dicho, asustado, sin saber cómo comenzar a escalar por las paredes laterales del puente y las espinas de la maleza: entonces el Eduardo entrelazó sus manos para hacerme una bota y por allí trepé como pude y, el Eduardo, estuvo al rato junto a los tres. Bajo el puente de arco había, como había dicho, unas dunas mullidas de arena. El puente no era muy alto, a lo más de unos tres metros. El primero que saltó fue el Pancho Hernández, seguido por el Eduardo. Se suponía que seguía yo, pero quedé paralizado mirando hacia las dunas mullidas. La Mariana estaba a mi lado, expectante. Ya, me dijo, salta tú. La miré sin decir nada, pero ella entendió que no me atrevía o simplemente no podía, aterrado por esa altura mínima. Entonces la Mariana me tomó de la mano y me dijo saltemos juntos. No te va a pasar nada. Pero yo estaba paralizado, aterrado. Escuchaba los arpegios imposibles de Schubert, en el piano de la casa de Colón 666, que manos algunas tocaban. Entonces la Mariana saltó, y calló en las dunas color oro: yo, pasmado, vi como su vestido de muselina celeste se le enrollaba hasta las caderas, y sobre las bombachas blancas, como si no existiese nada más en el universo circundante, las olas en la costa cercana, el sonido de la pleamar, los graznidos de las gaviotas y el entrechocar de sus plumas, su ombligo: un orificio de piel que se internaba en su vientre como si no tuviese fin.

La Mariana se puso de pie después del salto, se bajó el vestido, lo sacudió y me quedó mirando como diciendo “¿viste? si yo pude, por qué tú no”. Pero yo estaba paralizado, y la quedé mirando como diciendo “no puedo”, y, entonces vi en su mirada un gesto ya no sé bien si de rabia o decepción. Y ahí me di cuenta de que cuando la Mariana comía de las sandías, que cuando el jugo de las frutas caía sobre su pecho, que cuando sus pezones se erguían bajo el jugo de las frutas, su mirada, nunca, nunca se había alejado de la mía, que descubría su cuerpo de niña transitando hacia algo que quizá no había descubierto aún. Volveré por el camino, le dije a mis tres amigos, creo que me doblé un pié al subir el puente.

Las gaviotas comenzaron a revolotear más bajo y finalmente vi, a la distancia, cómo se dejaban caer, sobre las sandías destrozadas como fetos de un improbable monstruo marino, verde y con el corazón desgarrado a dentelladas por tres niños que tomaban otro camino que el mío, rasgadas por un cortaplumas, cadáveres del deseo, y que ahora las carroñeras de la costa terminarían de devorar, como si no fueran los corazones de las sandías, si no el mío, deseoso de que el Pacho Hernández tropezara por la senda indebida y su cabeza se estrellara sobre una piedra propiciatoria y se abriera como el cuero verde de las sandías y sus sesos quedaran, rojos, al sol crepuscular, que las gaviotas devorarían con sus picos ahítos, mientras sólo los tres, yo el Eduardo y la Mariana, tomaríamos once, con pan tostado, huevos revueltos y té puro, aromatizado con canela.

Y que el mar se mantuviera a raya, es decir en la pleamar, pero no más acá de nuestros cuerpos, nuestros tres cuerpos a salvo del Pancho Hernández, porque con él la pleamar haría lo suyo.

 

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