Cuentos Ciudadanos: «Caza de Conejos» de Constanza Gutiérrez

Constanza Gutiérrez (Castro, 1990), es una narradora chilena que ha logrado instalarse como una de las voces más reconocibles de la nueva camada de escritores que han publicado recientemente

Cuentos Ciudadanos: «Caza de Conejos» de Constanza Gutiérrez

Autor: Francisco Ide

Constanza Gutiérrez (Castro, 1990), es una narradora chilena que ha logrado instalarse como una de las voces más reconocibles de la nueva camada de escritores que han publicado recientemente. En 2014 publicó su primera novela, titulada «Incompetentes» (La Pollera Ediciones) y en 2011 obtuvo el Premio Roberto Bolaño.

En agosto de 2007 lanzará su nuevo libro, esta vez un libro de relatos titulado «Terriers» y editado por la alianza editorial Montacerdos / Hueders. A modo de adelanto de su nuevo título, la autora cedió para Cuentos Ciudadanos el relato «Caza de Conejos» .

Imagen: Francesca Mencarini

Caza de Conejos

 

 Cuando llegamos ese verano, los conejos ya casi habían desenterrado nuestra casa por completo. Siempre supimos que eran plaga en el campo, pero ese año se habían desatado: había cientos, miles, un millón. Mi papá empezó a pasar horas afuera, cambiando y pegoteando PVC, y el ruido que hacía me ponía los pelos de punta. Me moría de nervios. Poco antes había descubierto un nuevo pasatiempo que requería de soledad y un poco de concentración, y con mi papá y mi mamá entrando y saliendo a cada rato, gritándose de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro, no había caso. Cada vez que los oía venir tenía un segundo para subirme el cierre del pantalón y fingir que estaba leyendo o viendo tele. Era imposible, así que empecé a pasar muchas horas afuera yo también. Me iba con la Manola, mi perra, al estero que estaba al final de la parcela, o a los columpios, que ya me quedaban un poco chicos y a la Manola no le importaban para nada.

La principal entretención de ese verano fue cazar conejos. Nacho y yo esperábamos cada noche a que fuesen las diez, justo después de las noticias, y salíamos al patio, él con la escopeta y yo con la linterna, a cegarlos y dispararles. Nos sentábamos junto al estero, atentos a los sonidos del bosque (podíamos escuchar a los insectos y también a una lechuza) y esperábamos, ansiosos, a que los conejos salieran de sus madrigueras. Nunca matamos más de un conejo por noche, excepto la del dieciséis de enero —la recuerdo perfecto—, en que matamos tres y nos sentimos los cazadores más expertos del planeta. Cuando volvimos a la casa, el papá estaba orgulloso y nos palmoteó la espalda. Fuimos donde los vecinos (en el campo ser vecino es un decir) a ofrecer conejos, y supongo que todos comieron eso al día siguiente. Nosotros también. La mamá hizo un kuchen de mora y jugamos cartas hasta tarde. Pregunté si podía tomar whisky y conté que pensaba que había descubierto mi vocación: iba a ser cazadora. Por supuesto, no tuve permiso para tomar nada y mi papá me preguntó si no me daba pena dedicarme a la caza. Ignacio se me adelantó, mostrando sus paletas redondeadas:

—¡Cómo nos va a dar pena, si los conejos casi nos botan la cabaña! No seai ridículo po, papá.

Yo lo apoyé, qué tonteras preguntaba el papá. Por recomendación suya, dejamos de salir a cazar, pero llenamos el campo de trampas de esas que los agarran del pescuezo.

***

Nuestra casa del campo no era tan grande, pero nos bastaba. Sus dos pisos eran casi de un ambiente, salvo por la pieza de mis papás y los baños, pero la cocina, apenas separada por un mesón, era la misma cosa que el comedor y el living, donde teníamos una tele a perillas para ver las noticias en la noche y muchas fotos de los veranos pasados. Arriba no había paredes, solo una gran pieza a la que que se llegaba por una escalera caracol demasiado estrecha. Mi cama daba a una ventana en el techo y, mientras mi hermano leía, un poco más allá, yo me acostaba a mirar las estrellas pasar haciéndole cariño a la Manola. Ignacio era el encargado de apagar la luz y yo de despertarlo a una hora decente al otro día, antes de que el papá se enojara.

A mediados de enero mi papá seguía arreglando cañerías y tapando hoyos. También habían hecho hoyos alrededor de la piscina, así que era trabajo duro. La piscina no era gran cosa, era más bien chica, de esos típicos riñones de fibra de vidrio, pero mi papá odiaba a los conejos por haberla desenterrado. Lo tenían chato. Era el tema de nuestros desayunos, almuerzos y comidas. Hablábamos tanto de conejos que una noche soñé que me despertaba y la casa estaba sola. Me ponía el traje de baño y partía con mi toalla afuera. Me quedaba ahí parada un rato, mirando como la brisa movía, despacito y con cuidado, el agua de la superficie y luego dejaba mi toalla roja a un lado y, paf, me tiraba tremendo piquero. Cuando sacaba la cabeza del agua, repentinamente, la piscina estaba repleta de conejos que nadaban conmigo. Eran grises y jaspeados, grandotes, y no estaban preocupados por mi presencia: nadaban felices, como si la piscina fuera de ellos. Le conté a mi mamá, mientras jardineaba, y nos reímos un rato.

—¿No te daba asco?

—Un poco de nervio, pero se veían graciosos, como si fuera una película de monitos animados.

—Podrías buscarlo en un libro de interpretación de sueños. En la casa hay uno, cuando volvamos lo miras—me dijo, sin despegar la vista de unas hortensias.

—No creo que exista un apartado de “Soñar con una plaga de conejos nadando en una piscina”. Creo que la gente aspira a nadar con delfines, no con conejos.

—Ah—suspiró—, no tienen idea.
Nos reímos.

Había que arreglar la piscina antes de que empezara a hacer más calor. Mi papá partió un lunes a comprar materiales; aprovecharía de hacer unos trámites, así que pasaría toda la semana fuera. Mi hermano también iba, con la excusa de buscar un curso para aprender a manejar, aunque yo juraría que era por la vecina con cara de pájaro que vivía a la vuelta. El Nacho era así, todos sus movimientos tenían que ver con una niña. Mi mamá y yo nos quedamos solas durante varios días. Ella cocinaba y yo ponía la mesa y lavaba los platos, y luego leíamos juntas el libro de un niño que estudia mucho solo para convertirse en sacerdote y salir del horrendo pueblo en el que vive.

—Cuando yo sea cazadora voy a tener que irme de la ciudad. Capaz me vengo a vivir para acá.

Estábamos tendidas sobre una manta en el pasto. Asomó los ojos por sobre el libro y me miró, seria. Sonreí y miré para otro lado. Le dio risa.

— Estás obsesionada con los conejos, Javi.

Al día siguiente, mi mamá bajó al pueblo a comprar algunas cosas. Me preguntó si había alimentado a la Manola, y le dije que no la veía desde ayer, pero que ya volvería, como siempre.

— Échale un ojo, no la veo hace rato.

Más que buscar a la Manola, que siempre volvía, yo quería quedarme esa tarde porque me gustaba estar sola un rato. Quería tirarme piqueros peligrosos en nuestra trizada piscina, andar en calzones por la casa, practicar mi nuevo descubrimiento, por fin, sin miedo. Pero fue difícil concentrarme, porque mi mamá me había traspasado su preocupación: la Manola no estaba y, aunque siempre volvía, ésta podía ser la excepción. Salí a gritar su nombre, pero no contestaba. Me hice un pan con tomate y mayonesa y no dejé de pensar en la Manola y sus ladridos mientras lo preparaba, pero luego me distraje con un libro que encontré junto a la cama del Ignacio y me quedé dormida.

Cuando desperté, el sol empezaba a caer y mi mamá aún no llegaba. Salí de la casa, grité fuerte “¡Manolaaa!” y esta vez sí escuché respuesta: unos ruiditos ahogados que venían desde el estero. Volví a gritar y volví a escucharlos. Me demoré mucho en encontrarla y, para cuando llegué donde ella, que estaba echada junto a un árbol, ya casi oscurecía. Una trampa para conejos la tenía agarrada del pescuezo.

La cara de pena de un perro debe ser la cara más expresiva que existe. Encima, hacen esos ruiditos agudos que le partirían el alma a cualquiera. La Manola tenía hambre, sed y estaba atrapada. Me mojé la mano en el estero y la dejé chupetearla. Lo hice muchas veces, pensando qué hacer. Si trataba de sacar la trampa, al más mínimo movimiento mal hecho, la Manola se moría. Quería llorar, quería cambiarle el agua a la piscina llorando. No me merecía eso. ¿Qué había hecho yo? Poner esas trampas de mierda, por supuesto. Quería matar a todos los conejos, quería llenar la piscina de conejos muertos.

La cosa era abrir la trampa sin que la Manola se moviera. Era una suerte que estuviera tan vieja y fuese tan apacible, pero aunque esa fuese una ventaja, sin luz no podría hacer nada. Tenía que pensar rápido. ¿Dónde estaba mi mama?, ¿por qué no llegaba? Pasé casi una hora pensando, sentada sobre el pasto, haciéndole cariño. En momentos así una piensa un montón de cosas. Por ejemplo, que la diferencia que hay entre lo que se mueve y lo que no es terrible. No el gesto, que ya es impresionante, sino la milésima de segundo que da inicio a otra cosa: el paso entre la movilidad y la inmovilidad, o al revés. La fuerza que está contenida solo ahí. Lo que pase después no importa, lo importante es todo el poder, imperceptible todavía, que hay detrás de un pequeñísimo movimiento. Todo lo que podía apagarse con la Manola.

Respiré hondo y metí los dedos, lentamente, entre sus pelitos negros y el metal.

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