Nada diferencia a ambos barrios. Los límites hasta son difíciles de establecer. El tipo de construcción es similar, pero este fin de semana la diferencia estuvo en dos actos que a pocas cuadras de distancia se realizaban de manera casi simultánea. Por un lado los vecinos agrupados en el Vecinos por la Defensa del Barrio Yungay armaban y disfrutaban de la tercera versión de su festival vecinal, y por el otro miles de personas llegaban al acto de la “Multiculturalidad” organizado por el gobierno. Por un lado un trabajo a escala humana y de pura autogestión, donde los recursos son el resultado de un trabajo de un año y donde todos se ponen. El otro es un derroche de recursos, donde la cercanía de las elecciones impone este tipo de gestiones.
Sobre el escenario las diferencias se acortan, las calidades se hermanan en algunas oportunidades, y quienes tocaron allá en la Quinta también lo hicieron en el barrio Yungay. Lo mismo hicieron los asistentes que se movieron de un punto a otro para ver a sus favoritos, o se repitieron el plato con sus bandas, y estuvieron el sábado viéndolos y el domingo también. Pero están esos otros que sólo se quedaron en su barrio, ya sea para tocar o para sumarse desde abajo del escenario con su plata y sus vítores. Y también están esos otros, que no saben de esperas, de cambios de estilos musicales y pifian al primer disgusto que les provoca lo expuesto, y que no calza con su particular forma de entender la música o la vida. De esos en la Quinta estuvo lleno, en Yungay no, allí se hizo carne los textos del ilustre vecino Mauricio Redolés, que como dice en su poema Bello Barrio, “aquí nadie discrimina a los cabros chicos porque todos somos cabros chicos. Aquí nadie discrimina a los rockeros porque todos somos rockeros. Aquí nadie discrimina a los punkys porque todos somos punkys. Aquí nadie discrimina a los mapuches porque todos somos mapuches”.
Por eso en Yungay bajo los árboles todos esperan con calma y se acercan al escenario cuando quieren escuchar lo que les gusta y sino les agrada tanto se alejan un rato. En la Quinta el error pasa, algunas veces, por no saber ordenar bien el programa o por poner en escenario a grupos o solistas que no son tan masivos, y por exponer a un espacio tan amplio tanta actividad, instalando muchas veces a espectadores frente a espectáculos que no quieren ver. Aunque hay algunos que no les interesa nada, sólo se trata de irse a borrar y nada más.
Por eso, también, una iniciativa se arma desde abajo, desde los que día a día lidian con sus amigos, con sus vecinos, con todos los que están en la misma. Por eso, la otra, nace desde arriba, desde donde no saben lo que quieres, peor igual te lo imponen, desde donde no se piensa en las personas, sino en la efectividad de la actividad y en decir que fue la muestra más grande y bla, bla, bla. En cambio en Yungay se puede decir que resulta hermoso ver como aparecen niños con sus familias que bailan al ritmo de los sones festivos de La Mano Ajena, Banda Conmoción, La Chilombiana, Chorizo Salvaje o Juanafe. También resulta hermoso que bajo lo árboles florecen las ideas, las conversaciones y la hermandad de aquellos dos mil o más (tanto en sábado como en domingo), bajo el sol, se hacen una sola fuerza en la calle, sin rejas, sin policías o sin necesidad de excesivas medidas de seguridad. Así cuando los músicos terminan y bajan del escenario, se dan la mano con los que los acaban de escuchar, los abrazan, se toman fotos, comparten sus ideas y los llaman a seguir haciéndolo. En la Quinta nadie los puede ver de cerca, las rejas y la seguridad no permite ese contacto, la policía ahuyenta a los “peligrosos” y persigue a “los vendedores”. Todo está mal, todo ello hace evocar la letra de “El Alejo” de Manuel Sánchez, quien la canta en Yungay, pero pareciera que estuviera mirando en la Quinta Normal, cuando habla de aquellos “que juegan a la guerra con la juventud ignorada”.
Jordi Berenguer
Onda Corta
El Ciudadano