Decir que el de Walt Disney es el mundo de la fantasía no es un mero recurso publicitario. Cuando se investiga un poco sobre la vida y la obra del magnate del entretenimiento infantil, se terminan descubriendo cosas tan curiosas como que no fue él sino un argentino, Quirino Cristiani, el verdadero pionero de los largometrajes de animación.
Lo mismo sucede con su personaje más conocido, Mickey Mouse, cuya autoría se atribuye oficialmente al propio Disney, quien lo habría esbozado mientras realizaba un viaje en tren, aunque otras fuentes afirman que el verdadero creador fue Ub Iwerks. Este dibujante a sueldo de Disney lo habría creado a petición de su jefe para sustituir a otro que había abandonado la compañía para empezar a trabajar con la Universal.
Siguiendo con esta enumeración, tampoco Disneyland (1955) sería una creación original del norteamericano, sino una copia de La República de los Niños (1951), parque educativo infantil radicado en La Plata, provincia de Buenos Aires, de cuya construcción Disney habría tenido noticia en uno de sus viajes al país sudamericano.
Inspirado por Evita y Juan Domingo Perón, el parque recreaba grandes monumentos del mundo, como el Taj Majal, o edificios civiles, como un parlamento o un banco, con la finalidad de que los niños se familiarizasen con las instituciones públicas y aprendieran educación vial, cómo se toman las decisiones en democracia, cómo abrir una cuenta corriente o cómo pedirle un crédito al FMI y al Banco Mundial.
La inauguración de la República de los Niños fue narrada en Sucesos Argentinos, una especie de No-Do con piezas de actualidad que se proyectaba en los cines antes de las películas y que había sustituido a productos anteriores a él como Actualidades sonoras Valle y Film Revista Valle.
Estos dos últimos noticieros eran producidos por Federico Valle, italiano afincado en Argentina que, antes de abandonar Europa, había trabajado con los Hermanos Lumière y el mismísimo Georges Méliès en París.
Con intención de aportar algo de humor a su producto, Valle contactó con Quirino Cristiani, nacido en Italia como él y que se había trasladado con su familia a Buenos Aires con tan solo cuatro años.
El joven Cristiani era un apasionado de la pintura y los dibujos. Aunque apenas había dado algunas clases y realizado un curso en la Academia de Bellas Artes, antes de cumplir los 20 ya colaboraba con diferentes periódicos realizando chistes y caricaturas políticas.
La oferta de Valle fue muy bien acogida por Cristiani, quien presentó unas propuestas a su jefe. Este quedó encantado, salvo por un detalle que el propio dibujante recordaría años después: «Valle me dijo: “Cristiani, el dibujo está muy bien. Va a tener éxito. Pero el cine es movimiento, no admite un dibujo fijo. Hay que darle movimiento, hay que mover eso”. ¿Y cómo se hace? “¿Y? Estúdielo”».
Quirino Cristiani se puso a estudiarlo y consiguió dar con un sistema que, si a la luz de las técnicas posteriores puede resultar laborioso y rudimentario, en su momento funcionó. Dibujó diferentes siluetas de personajes con trazo blanco sobre cartulinas negras. Separó las extremidades, las ató con hilo negro, las fue articulando sobre un fondo negro y fotografiando cada movimiento con una cámara que debía colocar en la azotea de su casa para poder aprovechar la luz natural. En ocasiones, en lugar de articular las siluetas, realizaba tantas como movimientos precisaba, lo que suponía un mayor trabajo, pero una mayor precisión en la animación.
El éxito esas pequeñas piezas de animación hizo que Cristiani y Valle considerasen la posibilidad de presentarlas de manera independiente, sin estar integradas dentro de los noticiarios, y decidieron poner en marcha un largometraje de animación: El apóstol, una crítica política protagonizada por el presidente Hipólito Yrigoyen.
Para la producción, Cristiani y Valle contrataron a Diógenes Taborda, caricaturista de renombre muy popular en la época. La estrella, sin embargo, hastiado del laborioso proceso de animación, se limitó a hacer los dibujos principales, dejando toda la parte técnica a Cristiani.
Cuando la cinta se estrenó en 1917, Taborda y no Cristiani fue el que se llevó el éxito, cosa que tampoco les importó demasiado. Especialmente a Valle, que veía en el nombre de Taborda un reclamo comercial para el público, que acudió en masa a ver la película haciendo que permaneciera más de un año en cartel.
Animados por el éxito del que sería el primer largometraje de animación de la historia del cine, con una duración de setenta minutos y más de 58.000 dibujos, Valle y Cristiani decidieron poner en marcha una segunda producción titulada Sin dejar rastros.
Una vez más, la historia abordaba un tema político, concretamente el hundimiento por parte de un submarino alemán de la goleta argentina Monte Protegido en la Primera Guerra Mundial, conflicto en el que Argentina había permanecido neutral.
La cinta podría haber sido un éxito de no ser porque solo duró un día en cartel. Todas sus copias fueron confiscadas por el Ministerio de Relaciones Exteriores alegando razones diplomáticas, o lo que es lo mismo, para evitar problemas con Alemania y futuros hundimientos navales. El estreno, en el Select Lavalle, ni siquiera fue comentado por la prensa.
Tras el fracaso de este segundo largometraje, Quirino Cristiani decidió abandonar la animación. La inversión económica y laboral lo había dejado en una situación muy precaria y necesitaba dinero rápido, por lo que volvió a su trabajo como caricaturista en periódicos y puso en marcha una idea inédita en el Buenos Aires de la época: el Public Cine.
Este invento no era otra cosa más que recorrer los barrios de la capital porteña en los que no había cines y proyectar películas al aire libre. La idea funcionó de tal manera que la policía le prohibió realizar semejante actividad porque las aglomeraciones de gente taponaban las calles y provocaban problemas de orden público.
Con el tiempo regresaría a la animación, haciendo cortos en los que explicaba cómo realizar intervenciones quirúrgicas (Rinoplastia y Gastrotomia, ambos de 1925) y, a medida que su economía mejoraba con contratos como el que la Metro Goldwin Mayer le ofreció como director de publicidad de su filial en Buenos Aires, aumentaban sus ganas de emprender un nuevo reto de animación.
En esta ocasión fue no solo un largometraje, sino un largometraje sonoro —con la banda grabada en discos, no en la película— que llevaría el título de Peludópolis y que retomaba la figura del presidente Hipólito Yrigoyen para hacer una crítica a la corrupción y situación política que vivía el país.
El problema surgió cuando, en 1930, en mitad de la producción, Yrigoyen fue depuesto mediante golpe militar por José Félix Uriburu, dando lugar así a lo que se conoció como Década Infame. Aunque se cambió el guión, cuando Peludópolis se estrenó en 1931, buena parte de su contenido estaba superado por la actualidad.
Este nuevo descalabro económico, cercano a los 25.000 pesos, provoca que Quirino Cristiani decida dejar de lado la animación y dedicarse a otra actividad que sabía hacer igual de bien y que resultaba mucho más lucrativa: el doblaje y subtitulado de películas extranjeras.
Aún le quedarían ganas de emprender nuevos proyectos de animación aunque de menor envergadura y empleando técnicas más modernas y eficaces que las que él había ideado. Con el método de los acetatos popularizado por la industria norteamericana, Cristiani animó El mono relojero, un cuento infantil de Constancio Vigil, propietario de la Editorial Atlántida, y dos producciones más, Entre pitos y flautas y Carbonada.
Poco a poco, su laboratorio de doblaje y subtitulado se convirtió en un referente en esa actividad y cuando Walt Disney, que había visto sus largometrajes, le propuso en 1941 que se fuera con él a California a trabajar en su estudio, Cristiani declinó la invitación por no abandonar todo lo que había conseguido en Argentina.
En 1957 y 1961, sendos incendios asolaron los estudios de Quirino Cristiani, haciendo desaparecer los dibujos, guiones y los negativos de todas las películas. Ni siquiera se conservan copias de proyección porque, durante la época, el celuloide era un material muy apreciado en la fabricación de peines. Como afirmaba el humorista Caloi, «varias generaciones de argentinos se han peinado con las películas de Cristiani».
A día de hoy, solo los noticieros y las hemerotecas pueden probar de forma fehaciente que existieron El apóstol, Peludópolis y Sin dejar rastros. Un hecho que podría explicar el porqué durante años la industria norteamericana se ha arrogado el mérito de haber producido el primer largometraje de dibujos animados de la historia, aunque Walt Disney estaba allí y sabía que no era cierto.