El Cristo y el Presidente

Compré el diario en el quiosco de Matucana y San Pablo, entré al Bar Iruña, donde me tomé una botella de vino

El Cristo y el Presidente

Autor: Director

Compré el diario en el quiosco de Matucana y San Pablo, entré al Bar Iruña, donde me tomé una botella de vino. En el bolsillo largo del sobretodo cargaba una petaca de pisco. Eran las 10:30 de la mañana y yo ya estaba borracho. “Ya es hora” -pensé- y caminé hacia él río Mapocho, crucé la línea del tren de Carrascal y bajo el paso a nivel me encontré con Juan, mendigo de 55 años de edad, quien se hace llamar “El Cristo del río”. Me miró con cierta desconfianza, hasta que se atrevió a preguntarme si tenía un “copete.

Nos sentamos en una “caleta” a un costado de la línea del tren. “Llevo 20 años viviendo en la calle, cada uno de estos rincones los conozco como el día que tendré mañana. Nunca hay nada nuevo. Hasta la muerte de un amigo patiperro es predecible.

Todos tenemos los días contados, en esta vida no existe el azar. Fui inspector por más de 10 años en ferrocarriles hasta que me echaron a la calle. Tenía hijos y mujer. No pude soportar la presión y me fui al pueblo de Curanilahue a trabajar de pirquinero en la mina de carbón, allá tomábamos aguardiente desde que amanecía, así dos años más y a la calle. Nunca más pude volver a casa y me fui quedando para siempre. Yo soy el Cristo del río Mapocho, esta ciudad me crucificó y aquí me quedaré hasta resucitar entre los muertos”.

Yo solo escucho. La borrachera me permite mantenerme en silencio y dejar que el grabador haga lo suyo. Se acerca un tipo como de 45 años, Luis Andrade, “ El Presidente de Chile”.

“Un día, hace muy poco”, interviene el Presidente, “ pasaron por acá puros autos bacanes de la comitiva de los presidentes de todos los países. Cuando se hizo la cumbre, ¿te acordai?… Entonces yo estaba acostado, no era hora para iniciar el día, pero las sirenas de los pacos me despertaron. Me levanté a ver qué huevá pasaba y me encuentro con el medio taco, todos los buses y autos tocando las bocinas, la bulla era infernal. Entonces comencé a despabilarme y a gritar: ¡Conchas de su madre déjenme tranquilo! Me quité la ropa y comencé a correr en pelotas por la calle, de esquina a esquina, gritaba y no paraba de gritar: ¡Conchas de su madre, hijos de perra, váyanse de aquí conchas de su madre! Hasta que caí desmayado. Por lo que me cuentan, el taco de autos se mantuvo por más de una hora y por mi lado pasaban y pasaban autos presidenciales haciéndome el quite… por lo que dicen los cabros, nadie me paraba, tenía el cuerpo duro y pesado, todos creían que yo estaba muerto. Desperté arriba del carretón del Tío Pedro rumbo a la Posta cuando todos me hacían en el patio de los callaos.

– Pa’ onde me llevan giles culiaos – les dije.

– Tay vivo -, dijeron todos. Iba la Doña, el Pato, el Chulapi, y los perros, todos celebraban que no estuviera muerto, nos pusimos a tomar vino en garrafa, estuvimos como cuatro días celebrando.

– ¡Cuando te morí de nuevo!-, decían todos. Al final tuvimos nuestra propia cumbre y ahí quedé como el Presidente de Chile”.

Al Presidente se le iluminan los ojos cuando cuenta su historia. Les invité una cazuela de chancho en la picá de la esquina donde Don Hernán. Comimos en silencio hasta que el caldo caliente y la carne de cerdo los reanimó y pudieron volver a hablar.

“Antes vivíamos en el sitio de Matucana y San Pablo, donde ahora está el supermercado Líder. Los culiaos compraron la esquina y no recibimos ni uno, ja, ja y luego quedamos en la calle ja, ja”, relata El Cristo.

“Ahí nos encontrábamos con el El Alcalde, que era un Chorro muy caballero. Todos los martes de cada semana llegaba con buena comida, buen pan y buen vino. El hombre trabajaba pal barrio alto y se salvaba bien. Andaba metido con un grupo de chorros internacionales. A veces El Alcalde se desaparecía un mes y a la vuelta contaba sus andanzas por Europa y nos traía regalos. Éramos su familia a pesar de que no vivía con nosotros”, añade El Presi.

“Ahora está en cana hace como un año. ¿A ver?… Sí poh, exactamente en noviembre cumplió un año. Nosotros no podemos ir a verlo a la Peni, porque no tenemos carnet de identidad. A los indigentes no los dejan entrar a la Cárcel”, dice El Cristo y brinda: “¡Salud por El Alcalde, amigos.¡Salud!”.

El Presidente confidencia que El Alcalde cayó porque” según supimos, se bajó a un guardia en una parcela de un ricachón en La Dehesa. Si es así, tiene pa’ rato”.

El Cristo y El Presidente sacan de sus bolsillos una bolsa plástica y echan todos los restos de comida. “Son para los perros – dice el Presi-, pa’l Guzmán, pal Chalo y la vieja Julia.

Ya en la calle fuimos a recoger el carretón para recorrer los barrios buscando cartón y papel. El Cristo es quien tiene la mano. Tiene un circuito de negocios que le juntan material y tiene comprador, usurero, pero estable.

Veo la ciudad como una gran mole de cartón reciclado. Los edificios no son más que maquetas que especulan solidez. Pienso en las vidas que corren arriba de los vehículos en busca de lo que no se encuentra. Todo lo tuyo se desvanece y lo que tiras lo recogen otros que lo venden a sujetos que lo seleccionan y reciclan para que vuelva a tu mesa sin que te hayas enterado de nada.

“ Te quedaste pegado” – me dice El Cristo-.”Pa mí que voh no soy na tan curao, pa mí que voh andai cachando el mote”, me acosa El Presi.

Ya estábamos haciéndonos amigos, su buena acogida y sinceridad me trasladaron hacia algún lugar vacío de todas mis relaciones personales. “Sí, es cierto – les confesé-. Ando cachando el mote y voy a escribir una historia sobre ustedes. Ustedes recogen cartón y yo, historias humanas”. Pensé que mi argumentación los dejaría sin habla, pero El Cristo y El Presi no se le achican a nadie. “ Si vay a escribir una historia, entonces que sea de verdad, mir que donde la Juanita, quien nos deja ver televisión, vimos programas en que aparecieron amigos nuestros que se fueron al barrio La Matriz en Valparaíso y los dejaron como chaleco’e mono. Pareciera que a los periodistas les encanta hacer llorar a los espectadores y mira tú cómo lo consiguen: dejándonos como personas extraviadas y moribundas. Por eso te digo, amigo, si vai a escribir una pequeña historia de nosotros, que sea de verdad, así como vivimos el día nosotros, de verdad”, me instruye El Cristo.

“Así se habla Cristito!” retruca El Presi y, volviendo los ojos al cielo, grita a todo pulmón: “ Mira qué angelito nos mandó diosito…¡Te acordaste de mandar una oreja, ¿eh jefe? Te acordaste de mandar una oreja ¡eh!

Cuando comenzó a oscurecer, ya caminábamos en dirección al rancho. La noche estaba fría y a lo lejos se divisaba la guarida, una tremenda fogata dividía en dos el espacio:”¡Es la Doña, es la Doña! ¡Parece que volvió la Doña!”, dijo El Cristo, y, abandonando su carretón, salió corriendo en dirección a la fogata.

“La Doña es la mujer del Cristo y no la ve hace cómo tres meses, se había ido no sé pa’ onde chucha”, comenta El Presi y desliza: “ A mí no me gusta esa mujer, la encuentro traicionera”.

“Ella es la Doña aquí pues, mira cómo tiene ph, limpiecito y la tetera puesta, si usted vio qué chiquero era esta huevá en la mañana. Vamos a comprar el botellón que esto hay que celebrarlo”, nos dice El Cristo cuando lo alcanzamos.

“Volví porque me estaban sacando la chucha en el packing de paltas de Mallarauco y ni cagando acepté la explotación. Me vine con lo puesto, mandé todo a la chucha. Claro que ni hueona, cobré antes”, relata la Doña.

“Antes todos íbamos a trabajar, a Mallarauco, hasta que El Cristo, se la pitió y cagamos pistola todos”, acota El Presidente y relata que un día “llegó el hijo del patrón en un tremendo autazo. Sin darse cuenta, lo dejó abierto y El Cristo tomó de la mano a la Doña, la subió al auto y salió a dar una vuelta por el packing. Él sacaba la mano por la ventana saludando. Estaba alucinado El Cristo y de repente se le cruzó una vaca. El Cristo no supo qué hacer y le dio medio a medio”.

“Hasta ahí no más llegué. El cabro culiao llegó corriendo, llamaba a su papito por celular y le decía que un roto había hecho tira su autito. Llegaron los pacos y me llevaron al retén. Luego de un rato no tenían más que dejarme ir, ellos sabían que no tenía ni uno pa pagar nada. Me echaron y, claro, no me pagaron el mes que había trabajado”, dice El Cristo y ya no sé si imagina o recuerda.

La Doña se mete a la historia y cuenta que conoce al Cristo y al Presidente hace más de 10 años. “Yo he sido la Doña de ellos por todo este tiempo. Les preparo comida, les consigo ropa y hasta les hago el favor cuando los veo tristes o muy alegres”.

Los tres forman un grupo alucinante. Junto al deshecho y los cartones, proyectan un brillo en la oscuridad que no es fácil encontrar en esta ciudad. Mientras llenan los tazones con vino, comienzo a despedirme con la promesa de volver a encontrarlos y compartir otra cazuela de chancho en la picá de Don Hernán.

Por Ronald Gallardo


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