Francesca Woodman (1958-1981) fue una artista decisiva para su tiempo, además, sus fotografías contienen una inmediatez innegable. Su trabajo continúa siendo objeto de atención y elogios de la crítica, años después de que ella se suicidara, a la edad de 22 años.
Francesca Woodman se ha convertido en uno de las más comentadas, estudiadas e influyentes fotógrafas de finales del siglo XX. Comenzó a tomar fotografías cuando apenas tenía trece años, y en menos de una década, ha creado un conjunto de trabajos que ha asegurado su reputación como una de las artistas americanas más originales de la década de 1970.
En la obra de Woodman, inquietante y sensual, se percibe una clara influencia de la pintura barroca, mezclada con la práctica del arte moderno post-minimalista. Tanto en su trabajo con los modelos como en sus autorretratos, desafió totalmente las certezas de la fotografía.
Interesada en la forma en que las personas se relacionan con el espacio, y cómo el mundo tridimensional se puede conciliar con las dos dimensiones de la imagen fotográfica, Woodman creaba complejos juegos de esconder y buscar con su cámara. Uno de los atractivos permanentes de su trabajo es la forma en que construye enigmas que atrapan la mirada. Se muestra aparentemente desvaneciéndose en una superficie plana, fundiéndose con una pared bajo el papel pintado, disolviéndose en el suelo, o aplastándose tras un vidrio. Ella compara constantemente la fragilidad de su propio cuerpo con el entorno físico que le rodea. Fascinada por la transformación y la permeabilidad de las fronteras aparentemente fijas, Woodman evocó, en su obra, el momento precario entre la adolescencia y la edad adulta, entre la presencia y la ausencia.
Frascesca Woodman se despidió de la vida con estas líneas: «Un día más desperté sola en estas sillas blancas. Un instante entre muchos, una transición hacia otra historia. Todo lo demás es un universo sugerido. Un cuento misterioso y evocador. Fin de la historia».