Tengo conmigo un libro sobre el cual quisiera hablarles, Los emigrados, de Sebald. A pesar de tener una extensión promedio —260 páginas—, resulta ser un libro enorme; lo es por las historias que contiene, por la carga emotiva, por la belleza de ciertos pasajes, por su simbolismo riquísimo, pero sobre todo, por su densidad reflexiva. Y así podría continuar con la enumeración de cualidades que, sin lugar a dudas, me llevaría a ocupar este espacio.
Para no aburrirlos con mi experiencia lectora, recurriré al auxilio de dos profesores: uno es Dominick LaCapra y el otro, Claudio Guillén; de este elijo El sol de los desterrados (1995) y de aquel, Historia en tránsito (2006). Me interesa indagar particularmente sobre la posibilidad de pensar Los emigrados como una obra elaborada en torno a la dimensión histórica del «trauma».
En un párrafo clave, LaCapra dice que
El trauma es en sí mismo una experiencia perturbadora que irrumpe en —o incluso amenaza destruir— la experiencia, en el sentido de vida integrada o al menos articulada de una manera viable. Hay un sentido en el que el trauma es una experiencia fuera-de-contexto que perturba las expectativas y desestabiliza la comprensión de los contextos existentes. Además, la radicalmente desorientadora experiencia del trauma implica a menudo una disociación entre cognición y afecto. En suma, en la experiencia traumática casi siempre podemos representar entumecidamente o con distancia lo que no podemos sentir, y sentir abrumadoramente lo que no podemos representar, por lo menos con cierta distancia crítica y control cognitivo (LaCapra, 2006, pp. 161 y 162).
Cada uno de los personajes de los cuatro relatos de los que se compone Los emigrados sufre este fenómeno: experimenta un acontecimiento perturbador —la emigración / exilio— que le produce, como consecuencia, dificultad para sentirse inmerso en el devenir natural de la vida. La reacción ineludible frente a este desconcierto es la entrega a un movimiento regido por el azar que, dicho con otras palabras, sería la transformación en sujeto errante.
Estos seres están ontológicamente dislocados, pues perdieron las categorías espacio-temporales. Las ciudades adonde viajaron con la esperanza de encontrarse en un «mundo distinto» (Sebald, 2006, p. 168) no resultan ser lo deseado. Luego, ese primer desencanto se agudiza por la percepción extrañada propia de los inmigrantes, sin sus primitivas coordenadas referenciales de espacio y cultura. El tiempo se quiebra en su linealidad, puesto que el terruño que los conectaba al antes y el después apenas pervive, lejano, en la memoria.
Uno de los personajes, alemán que vive en EE. UU., comenta «I am a long way away, though I never know from where» [Estoy muy lejos, solo que nunca sé muy bien de dónde] (Sebald, 2006, p. 101), y Paul Bereyter, otro personaje, escribe debajo de una fotografía tomada mientras es soldado de la Ocupación: «a unos 2000 km de distancia en línea recta —pero ¿de dónde?» (Sebald, 2006, p. 66).
En tal dirección, Guillén dice que
«la pérdida de la tierra natal refleja la separación del alma y del cuerpo […] La muerte […] es el destierro del alma, expulsada del cuerpo; y mutatis mutandis, el destierro es la muerte del hombre cabal, completo, expulsado de su tierra» (1995, p. 94).
Y Sebald,
[…] a partir de cierto grado el dolor anula su propia condición, la conciencia, y por ende, a sí mismo, tal vez… sabemos muy poco de todo eso. De seguro, en cambio, que el sufrimiento del alma prácticamente no tiene fin. Cuando se cree haber alcanzado el último límite, siempre quedan aún nuevos tormentos. Caemos de abismo en abismo (2006, p. 192).
La emoción y la cognición quedan disociadas cuando se da la experiencia traumática (LaCapra, 2006); el resultado es la ruptura de la unidad arcaica entre cuerpo y alma (o mente). Y a su vez, queda implícita la dificultad posterior para reconciliar ambos extremos del ser, puesto que no hay límites para el sufrimiento ni palabras para lo ilimitado. Este deviene condición, cuando no esencia. Surge un estado de alienación cuyo sentimiento matriz es el de distancia del mundo exterior. «El exilio es una vasta metáfora de la separación entre el homo interior y el homo exterior», agrega Guillén (1995, p. 95).
De esta manera, el exilio se convierte en una metáfora de la existencia humana y de la existencia particular del artista (el personaje de Los emigrados Max Ferber, artista visual, inspirado en el pintor Frank Auerbach, es un claro ejemplo). Sin embargo, este razonamiento, aplicado aquí, podría resultar peligroso: si bien estamos en el terreno de la literatura, no está de más recordar que una metáfora es algo muy distinto de la Historia, con mayúscula. Los personajes de Los emigrados son judíos y representan un pueblo con una larga tradición de diáspora. En tanto el exilio se transforma, de manera generalizada, en metáfora de la condición humana, los condicionamientos históricos de la diáspora resultan insignificantes.
En adición, en las historias de Los emigrados hay un fuerte elemento trágico, en el sentido clásico de la palabra. No es un dato menor que el libro concluya con una referencia explícita a las tres parcas romanas, «Nona, Decuma y Morta» (Sebald, 2006, p. 267). De esta manera, el problema resulta doble, si consideramos que los personajes son suicidas. Ellos mismos tienen conciencia del hecho de ser para la muerte. Están condenados desde el principio a suicidarse. Y, otra vez, las circunstancias históricas que los llevan a decidir quitarse la vida perderían sentido, puesto que la condena es fatal.
No obstante las precisiones anteriores, Sebald logra un efecto realista muy fuerte porque, en efecto, el hombre va al encuentro de su muerte. En el libro, esta situación aparece matizada por el contexto histórico, condicionante. Hay, entonces, un reconocimiento de la historia individual de los personajes, contingente, junto con una percepción universal del hombre.
Los personajes, por su parte, atraviesan la vida y de ella solo retienen dudas, como si se preguntaran qué es lo que pasó y no lograran responder. Miran retrospectivamente y se preguntan «qué pasó» y descubren que el pasado, para ellos, está «cubierto de grandes manchas oscuras» (Sebald, 2006, p. 64).
Muchos de estos hombres y mujeres, asimismo, vieron «más de lo que puede retener un ojo o un corazón» (Sebald, 2006, p. 65). Tal vez, precisamente por eso, la reconstrucción de los acontecimientos cobra importancia vital (Sebald, 2006, p. 64). Pero, como le sucede a Ambros Adelwarth, el acto de recordar puede ser un acto de muerte: «contar era como una tentativa de autoliberación, una especie de salvación y al mismo tiempo una despiadada autodestrucción» (Sebald, 2006, p. 115). «La ansiedad de su tío abuelo [Ambros Adelwroth] —le dice un psiquiatra al narrador— por borrar del modo más radical y definitivo posible su capacidad de pensar y de recordar» (Sebald, 2006, p. 6129) lo conduce, voluntariamente, a la terapia de electrochoques, que termina debilitándolo hasta la muerte. En el último párrafo del relato dedicado a su memoria, dice Ambros
El recuerdo es para mí a menudo como una especie de necedad. Da pesadez de cabeza, vértigo, como si en vez de mirar hacia atrás a través de las alineaciones del tiempo uno estuviera observando la tierra desde muy alto, subido en una de esas torres que se alzan al cielo hasta perderse (Sebald, 2006, p. 164).
Tenemos, por un lado, personajes que experimentaron acontecimientos traumáticos y no pueden o, en ocasiones, no quieren, retener esas vivencias; por otro lado, cuatro narradores diferentes sin nombres o uno, el mismo, en las cuatro narraciones —que algunos críticos asocian con el autor empírico, Sebald—, que viaja para encontrarse con las historias de aquellos personajes ya muertos años antes. El rastro del paso de estos por el mundo corre el peligro de desaparecer y el narrador intenta reunir los fragmentos de sus existencias erráticas. La memoria de la vida de estos seres está en riesgo y la escritura aparece como herramienta de lucha contra el olvido; pero quien escribe es un tercero, el narrador. Para los protagonistas, la dicotomía «la escritura o la vida» se resuelve en el último de los términos. En este sentido, Los emigrados desarrolla una escritura performativa: va hacia el encuentro de los desaparecidos para procurar fijar su memoria.
El estilo se adecua a las características de la memoria: párrafos que se extienden a lo largo de páginas, oraciones que adoptan la extensión de párrafos, puntuación lábil; abundancia del discurso indirecto libre; saltos y vaivenes temporales frecuentes; relatos enmarcados; predominio de lo visual sobre los demás sentidos. En síntesis, un estilo marcadamente descriptivo y nostálgico: descriptivo porque la voluntad del narrador es la de perpetuar ciertas existencias; nostálgico porque, como dice Ambros Adelwarth, «El navegante escribe su diario viendo la tierra que se aleja» (Selbald, 2006, p. 145).
Otro elemento particular es la búsqueda de simetrías y coincidencias entre los relatos que, a la vez que retienen la particularidad de cada uno, los conectan con lo universal. Dicha abstracción, no obstante, no excede lo nacional: si bien los emigrados recorren una infinidad de países, el anclaje referencial es siempre Alemania (para los personajes como para el narrador). Podemos leer, por ejemplo, sobre la predestinación de Paul Bereyter, «la tragedia alemana de Paul» (Sebald, 2006, p. 71); o sobre la negativa de Max Ferber a regresar a su país natal
Cuando pienso en Alemania me da la sensación de que algo demente anida en mi cabeza. Y probablemente se deba al temor de ver confirmada esa demencia que yo no haya vuelto jamás a Alemania. […] Alemania se me presenta como un país que se ha quedado atrás, destruido, un país de algún modo extraterritorial, habitado por personas cuyos rostros son bellos y al mismo tiempo terriblemente hoscos (Sebald, 2006, pp. 204-206);
o incluso, dice el narrador, «la pérdida de memoria de los alemanes, la habilidad con que todo lo habían borrado» (Sebald, 2006, p. 252). Hay, pues, una vinculación entre la historia individual de los personajes y la historia de la Nación que los expele.
En relación con esto último, el narrador, de forma casi constante, con su voz o dándole lugar a la de los demás personajes, critica el «progreso histórico», entendido como negación de la memoria. Las recurrentes descripciones de los paisajes giran en torno a la dicotomía ciudad / pueblo y progreso / naturaleza.
El narrador se opone a la situación histórica del momento de la enunciación; en particular, a la falsa idea de progreso por la cual, como imagen transversal de toda una generación, se arrasan hectáreas enteras con topadoras para levantar bloques de departamentos, los cuales, a los diez años, permiten que los atraviese el viento, como si se tratara meramente de escenografía (léase El lector, de Schlink). En esto subyace una crítica a la «peregrina conciencia histórica» (Sebald, 2006, p. 248) y, en última instancia, a la identidad nacional.
Sebald nació en Baviera en 1944. No sufrió ni la Segunda Guerra Mundial ni los campos de concentración como acontecimientos históricos. Sí sufrió, en cambio, la migración: después de una estancia en Suiza, emigra a Inglaterra, donde vive hasta el final de su vida. No obstante, siempre escribió en alemán. Así podemos afirmar que Sebald no experimentó el trauma histórico (objetivo) pero sí el trauma transhistórico o estructural (pérdida en el plano de la cultura y la psicología social, de tipo subjetiva) (LaCapra, 2006).
En conclusión, el escritor de Los emigrados forma parte del proceso de elaboración histórica del acontecimiento traumático —aquí: exilios, guerras, diáspora, campos de concentración—, pero no desde la experiencia directa, sino desde las consecuencias transgeneracionales. Max Ferber, emigrado a Manchester, escribe, por ejemplo:
Hoy me parece que mi vida ha quedado marcada hasta sus últimos recovecos no sólo por la deportación de mis padres, sino también por el retraso y la dilación con que me llegó la —al principio increíble— noticia fatal, y con que fui comprendiendo poco a poco su inconcebible significado (Sebald, 2006, p. 215).
Sebald captó la esencia del exilio como trauma, con su «inconcebible significado» y su consiguiente problematización de lo temporal. Guillén dice
[…] en el exilio un exceso de retrospección y memoria es inevitable; la palabra que sólo se recuerda, sin oírla, no es la voz directa de la vida, sino su eco; y el desterrado vive en varios niveles de temporalidad, presentes y pretéritos, sin distinguirlos siempre bien (1995, pp. 153 y 154).
Y en la página 204 de Los emigrados, se lee «el tiempo es una escala muy insegura, es más, no es otra cosa que el rumoreo del alma. No hay pasado ni futuro» (Sebald, 2006).
SEBALD, W. G. M. (2006). Los emigrados. Barcelona: Anagrama.
LACAPRA, D. (2006). «III. Estudios del trauma: sus críticas y vicisitudes», en Historia en tránsito. México D.F.: FCE.
GUILLÉN, C. (1995). El sol de los desterrados. Barcelona: Quaderns Crema.