Antes de iniciar propiamente esta reseña, quiero aclarar algunas cosas. Primero que nada, no soy un especialista, tampoco un crítico literario reconocido, ni alguien que se las da de sabihondo, como tampoco soy un escritor consagrado, sólo vengo aquí como amigo del poeta Brito Villalobos, como colega en este oficio tan difícil y complejo como es la poesía, no sólo en lo que respecta a su práctica cotidiana de escritura y tachaduras y descreimientos, sino en lo que se refiere a su recepción y distribución en la sociedad. En este sistema en que la hegemonía del género económico se expresa en el arbitrario concepto de la rentabilidad, nunca nos encontraremos en los periódicos con ranking de libros de poesía más vendidos, claro está, porque, además, esos rankings son los que determinan qué libros se leen, por ese indudable círculo vicioso que es el reducir los libros a su éxito de ventas. Para bien o para mal, la poesía no tiene acceso a esos rankings de marras.
Hecha la aclaración, procedo, entonces, a lo que sigue.
Hay poetas, desde que el mundo es mundo, que han hablado y vivido el tema de la muerte. Se podría decir que es un tema clásico o, incluso, genérico. Nombrando sólo a los más contemporáneos, está el “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, de Cesare Pavese. Aquel soneto de la muerte de Gabriela Mistral, que comienza con el “Del nicho helado en que los hombres te pusieron”. O el mismo De Rokha, citado por Brito Villalobos al comienzo de su poemario: “Estoy de pie, pero estoy muerto”. O el Jorge Teillier del: “Para hablar con los muertos/ hay que elegir palabras/ que ellos reconozcan tan fácilmente/ como reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad”, o el Federico García Lorca del “Si muero,/ dejad el balcón abierto”, o el Sergei Essenin de: “En esta vida el morir no es nuevo/ y el vivir, por supuesto, no lo es”. Con Las coplas de Jorge Manrique, esa indagación de los límites de la vida y la muerte, hacen de este tema algo ineludible y de peso cotidiano: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir” (y en las que, dicho sea de paso, se percibe todo el peso de ese sorprendente libro bíblico que es el Eclesiastés). Podemos seguir, pero terminemos nada más recordando la indagación de la propia muerte, casi insostenible, realizadas por los poetas chilenos Enrique Lihn (Diario de muerte) y Eugenia Echeverría (Cuerpo sorprendente).
Ahora bien, de este poemario de Cristián Brito Villalobos, Todo es sobre la muerte (Editorial Cuarto Propio, 2021, 110 pp), hay que destacar, a mi juicio, que primero que todo es un conjunto notable en muchos aspectos. Creo que, de la producción conocida de Brito, este libro demuestra un dominio del lenguaje poético indudable. El poeta se pasea por la evidencia e inevitabilidad de la muerte de diversas maneras. Por ejemplo, se podría decir que muchos poemas, los más breves, son haikus, aún sin serlo: en “Pies descalzos” (p20), por ejemplo, si procedemos a reordenar los versos en un terceto, sin considerar las sílabas, claro, pero sí el asombro y lo fugitivo que un haiku supone, obtenemos esto: “el árbol envejecerá se derrumbará/ pies descalzos chapoteando en la lluvia/ llegamos y nos vamos como el sol”. Pero hay una filiación con esa poética de lo efímero y de lo difuso –de lo fugitivo–, en esa asociación libre de las imágenes que las transforman en una evocación infinita. Brito toma esa filiación para mostrar esta muerte cotidiana (que no es la muerte del Séptimo Sello bergmaniano, claro está, porque aquí la muerte no da ni siquiera el respiro de una partida de ajedrez), y ella está omnipresente porque, como dice Soledad Fariña en un comentario de este libro: “¿No es finalmente la vida parte de la muerte?”. Claro está, uno podría pensar que el poeta transforma a la muerte en un tema de reflexión, pero no es así, ya que es más que nada la constatación no sólo de que estamos de paso (lo que sería un lugar común), sino que formamos parte de algo mucho mayor e inabarcable, que es la muerte como una inmensa nada –antes o después del Big Bang, por decirlo así–. Y esa muerte la vemos y la sufrimos como humanos, demasiado humanos, por supuesto, y es ahí que radica la fuerza de la mirada de Brito, porque de pronto hay ciertos encuentros/desencuentros que nos dicen que esa vida que forma parte de la muerte se abre paso como fenómeno que nos muestra o nos designa un ahí donde tal vez en lo efímero esté la eternidad: como por ejemplo en el poema “Centro oncológico” (p.90):
Caminando por los pasillos del hospital
veo la sala de tratamiento para niños con cáncer
se me acelera el corazón
todos han perdido el pelo
no sé
hay cosas que no entiendo
y los niños me ven y saludan
¡Y sonríen!
los saludo de vuelta
me pregunto si saben qué les pasa
me pregunto por sus familias
por su padre
por su madre
Y sigo sin entender esta vida
Y me cuestiono:
¿Tiene sentido todo esto?
¿Es esta una vida que vale la pena?
¿Cómo Dios permite todo esto?
No hay melancolía en estos poemas, ni siquiera una profunda tristeza, menos aún algún tipo de resignación, lo que se desprende de ellos es primero que nada la constatación de un ananké; la constatación y el asombro frente a la condición humana, no por alguna posible novedad, sino que por su evidente persistencia.
Otra cosa que hay que destacar, en cuanto a su factura, es que, tanto en los poemas breves como en los más extensos, se podría decir que nos encontramos frente al siempre infinito rostro del aforismo, que no por su carácter de sentencia y/o de cohesión deja de ser abierto e infinito. Baste ir a los fragmentos del viejo Heráclito o a los de maese Nietzsche, para darse cuenta de toda la potencia y de todo el movimiento que un aforismo puede tener. Y aquí, creo, radica también la novedad del tratamiento que del tema de la muerte hace el poeta Cristián Brito Villalobos. Esta muerte está no sólo atravesada por los chispazos de una vida que, en verdad, no termina nunca (si ella forma parte de la muerte, ¿cómo podría siquiera terminarse?), sino que esta muerte no es un detenerse en una especie de horrorosa entropía que se acaba allí mismo, sería, por el contrario, movimiento perpetuo en toda esa vastedad que nos deja desamparados, pero inexplicablemente tenaces, en medio de todo o de nada, como ese sol heracliteano que es el que da y quita la vida. Porque la poesía de Brito Villalobos reclama ser parte del lenguaje del mundo, como muy bien lo dice –y lo reclama– en “Palabra” (p.29):
Me has dado la palabra, Señor,
y no sé qué hacer con ella
la tengo entre los labios
debajo de la lengua
en el estómago ardiendo
¡Deja que la palabra descanse
que se libere de la dictadura
de mis versos!
Somos tierra y lluvia en el lodo
y de mi dirán: ahí va el asesino, el hombre
que buscó
el significado y su existencia
Cuestión, por lo demás, que se constata en la ambigüedad de la palabra hogar en el poema “Luna llena”: “En las noches/ el poema perdido/ vuelve al hogar”, porque hogar es, al mismo tiempo, chimenea y casa, es decir, es al mismo tiempo lo que consume y lo que refugia, lo que da calor y lo que protege, la llama que hay que atizar y la interioridad –y todo eso se nombra como “luna llena”, nuestro satélite nocturno en toda su plenitud.
Queda mucho que decir sobre este poemario del poeta Cristián Brito Villalobos, pero dejemos hablar a sus poemas que, indudablemente, dicen más y mucho mejor que lo que pueda decirse en un comentario sobre ellos –comentario que, por lo demás, sería puro lenguaje sobre el mundo, en vez de ser lenguaje del mundo, como lo son estos poemas–. Termino, entonces, con el poema “Pronto todo esto acabará” (p.52):
Tendieron mi mano al moribundo
le amaron como un hermano
la poesía fue un espejismo
nunca un poema salvará una vida
pero puede desafiarla e insultarla
poetas la veneran
poemas hermosos le han escrito
pero jamás han detenido
la inmensa codicia de la muerte
tal vez, en las puertas del cielo
le esperen sus amados difuntos
mientras yo sigo escribiéndole
esperando que me dé una respuesta
pero mi destino está echado
y este corazón se rehúsa a detenerse
y duele, duele
El cielo está negro
el sol ignora a los vivos murientes
Por Cristián Vila Riquelme
La Serena, octubre 21 2012