El poeta maldito de las Torres San Borja

Acérrimo lector de Rimbaud, vivió su propia temporada en el infierno y –“como la derrota que deja la conquista”– a los 29 años escribió el desenlace de su atribulada existencia

El poeta maldito de las Torres San Borja

Autor: Wari

Acérrimo lector de Rimbaud, vivió su propia temporada en el infierno y –“como la derrota que deja la conquista”– a los 29 años escribió el desenlace de su atribulada existencia. Esta es la historia de Aniceto Morales Bórquez, autor de una obra que aún no es develada.

En la estrecha vía peatonal que une la salida sur del metro Universidad Católica con la calle Carabineros de Chile, a un costado de la torre N° 3 de la remodelación San Borja, se puede divisar una placa recordatoria, donde se lee: “In memoriam Aniceto Morales Bórquez. Tito. Q.E.P.D. Los 29 años de su existencia nació, vivió y falleció al alero de esta torre”.

Grabado por sus familiares y amigos, el memorial –ya oxidado y cercado de flores marchitas– expresa el dolor que provocó su repentino adiós. Aniceto anunció que moriría: “Porque me alejé/ la primavera yace enferma/ la muerte se embelesa/ en una flor fragilizada de aroma/ ya no pesa la existencia sobre los hombros”. Lo cierto es que el 23 de marzo de 2002, luego de discutir con su homónimo padre, y en el afán de torturarlo psicológicamente, “Tito” se colgó por afuera del frágil balcón de su departamento en el piso 18… y cayó.

ANICETITO

“Era un lindo muchacho”, afirma Aniceto Morales padre. “Era un chico de gestos y facciones muy bellas”, prosigue. Sus manos, grandes y pesadas, son un calco de aquellas con las que su hijo liara un cigarrillo tras otro hace casi una década. Pero antes de convertirse en fumador empedernido, joven rebelde y hombre sin causa, Aniceto fue un niño como cualquiera, sólo que desbordantemente sensible al contexto político y cultural de los ochenta.

En la adolescencia la sensibilidad de Tito empezaría a manifestar su cara menos amable. “Y se desenfocó. Ya no fue el niño dulce que buscaba experiencia o que andaba mirando el mundo, sino que fue un niño iracundo, enojado, molesto. Y ese niño que estaba enojado, molesto, fue a buscar alternativas de evasión y empezó a drogarse”, comenta su hermana.

“VOY A SER UN VAGABUNDO”

Tito nunca tuvo claridad respecto a su futuro; era una especie de cometa desprovisto de órbita. La señora Bórquez, bajo unas leves lágrimas, evoca: “Él se preguntaba qué iba a hacer para ganarse la vida… Me decía ‘voy a ser un vagabundo’. Bueno, le decía yo, los vagabundos también tienen un lugar en la vida. Eso era lo que más le preocupaba; de qué iba a vivir”.

Si bien su pasión siempre fue la literatura, rechazó la posibilidad de someterse a la condición de aprendiz. Se autoinstruyó, pasándose noches devorando complejas obras y tratados filosóficos, y escuchando música de Serrat, en especial las canciones inspiradas en los vates españoles Antonio Machado y Miguel Hernández. El año que siguió a su graduación de enseñanza media, accedió a estudiar computación, lo que resultó ser un fiasco, dado su absoluto desinterés. Entró a la carrera de Química –instancia en la que sorprendió realizando experimentos en términos líricos–, pero también desertaría. Luego de un año sabático en el que acentuó su ya declarada poliadicción, los psiquiatras aconsejaron a la señora Laura para que lo matriculara nuevamente en la universidad; tenía que distraerse, activar su lucidez y aprovechar esa, que algunos expertos consideraban una mente brillante. Ingresó a Geografía en la Universidad de Chile, lugar donde sintiéndose a gusto logró mantener cierta regularidad académica. Sin embargo, durante una fiesta se le involucró en unos destrozos que terminaron valiéndole la expulsión. Sonámbulo y errante en aquella época, se dedicaría por entero a derramar su sangre en el papel.

ROMÁNTICO-ANARQUISTA

Altazor y Sonatina, figuras inmortalizadas por Vicente Huidobro y Rubén Darío respectivamente, son los nombres de los perros de Aniceto. Él los recogió de la calle, los bautizó y protegió. Les habló y estimó como si fueran sus camaradas. Hoy, en el departamento que la familia Morales Bórquez conserva en el piso 18 de la torre N° 3, ladran y aúllan sin motivo. Son lunáticos, a la usanza de su amo.

Pero más allá del altruismo –indistintamente humano o animal–, de las maquinadas y críticas concepciones del mundo que transmitía a su entorno inmediato, y de su incansable creación literaria, Tito deseaba amar y ser amado. Daniela Arriagada fue la última depositaria de sus versos. Durante un año fueron vecinos, ella tenía 17 abriles y él 28. Recuerda que cuando se conocieron, Aniceto la recriminó por andar pendiente de un celular nuevo, confesándole además, al cabo de un breve intercambio de palabras, que sufría bipolaridad. Aún así, a ella le atrajo su genio intelectual y su talante, como él se definiera, romántico-anarquista: “Era encantador… De la nada se ponía a recitar, a pronunciar discursos, a cantar”, desliza, mientras le brillan los ojos. Consagraron su amistad en torno a los libros y al son de las irreverentes melodías de La Polla Records. El verano de 2002, Daniela se mudó a otro barrio de la capital y las circunstancias los alejaron irremediablemente. En una oportunidad se cruzaron y él agachó la cabeza. No se volverían a encontrar.

“SOY COMO EL EPÍLOGO DEL MUNDO”

Tiempo después del abrupto incidente final, Wilfredo Casanova, docente de literatura hispanoamericana en la Universidad de Bordeaux (Francia), le hizo llegar una carta a Laura Bórquez. “(Tito) Confiesa: ‘Soy el hombre que tropieza en las palabras’. Confesión harto significativa en tanto es un poeta –un elevado conocedor de las palabras– el que se pronuncia críticamente contra su propio menester. El intento por comunicarse con el mundo que lo rodea, adolece, por lo tanto, de un grave fallo del cual el poeta está consciente”, señala Casanova en alusión a dos poemas de Aniceto que interpretó. “Una aridez definitiva se ha instalado en su corazón”, redondea.

Consciente de su “grave fallo”, Tito emigró de la faz de la tierra sin aplausos ni reconocimiento alguno, y muy por el contrario, con el grillete del estigma sobre sí. Asimismo se marchó de un taller de la Sociedad de Escritores de Chile en el que se enroló fugazmente; al parecer no le habrían concedido el protagonismo que buscaba. Las jerarquías, la iglesia, el Estado, las leyes, la autoridad policial y un sinnúmero de instituciones rutinarias, lo atormentaban, transformando su hábitat en una irrespirable cámara de gas.

Y asfixiado, junto a las primeras hojas del otoño, cayó. Aniceto Morales Bórquez, Tito, Q.E.P.D, siempre corpulento y afeitado al ras, fiel a sus jeans y a sus bototos negros de media caña, se marchó con pena y sin gloria. Hoy repetimos su irónico brindis: ¡Salud y República!

Por Jorge Adagio

SOY

Soy como el epílogo del mundo,

mis párpados caen muertos sobre la mirada,

mi alma pesa de pájaros abandonados en la distancia,

mi boca palpita ausencia de bocas

y mi voz petrifica sobre mi nombre

cuando desde el temple de la tierra

se quiebra un retoño.

Mi acento velado

deja una sombra en el umbral del corazón.

Soy como la derrota que deja la conquista,

con mis ojos hundidos en la pupila

a donde van a dar los crepúsculos que expiran horizonte.

Soy como el hombre que tropieza en sus palabras

y conoció algún dios fosilizado de creencias,

el recuerdo se aleja encarnizado en el desdén

como el beso que se desvanece en la boca fugitiva.

Aniceto Morales Bórquez

Palapalabra, sección trinchera literaria, primera quincena noviembre 2010

El Ciudadano N°90


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