Los angloparlantes le llaman “argument”, mientras que como modismo chileno se habla de “mocha” o “agarrarse del moño”, pero esta vez sin recurrir a los puñetazos. Es que la discusión twittera entre Axel Kaiser y Mario Waissbluth acaecida en enero de 2016, connota algo más que el festín que hicieron algunos medios de comunicación y las redes sociales con el ping-pong de declaraciones. No pocos tomaron palco ante la antigua -pero aún vigente- trifulca que surge cuando dos paradigmas contrarios se enfrentan en el debate sobre la legitimidad de los derechos sociales. Desde una posición crítica contra la igualdad, Kaiser le señalaba al líder de Educación 2020 que los derechos sociales son un mito y que, en el fondo, se trata de una apropiación del dinero de otro[a]. Es decir, una tremenda injusticia. Waissbluth, atribuía al autodenominado “austrolibertario” una vida en una eventual burbuja socioeconómica, desde la cual desconocería la realidad de millones de chilenas y chilenos en situación de pobreza o insuficiencia económica. O sea, alguien que no entiende o que no sabe sobre las condiciones precarias de subsistencia, ni por qué se producen. Mientras Kaiser insiste en que el gasto social debe ser focalizado en los[as] más pobres, Waissbluth perecía adherir más a la progresiva universalización del gasto, en el contexto de garantía de los derechos sociales.
Es interesante que este tipo de discusiones ocurran en espacios donde los protagonistas, es decir, las personas en posición de pobreza y/o de subordinación económica, difícilmente pueden participar directamente en el debate. Y no sólo se trata de una brecha digital, sino que también de déficit o carencia efectiva de poder económico y político. En tal sentido, una pregunta relevante es si la pobreza es más un asunto de capacidades, libertades y actitudes individuales o si es, principalmente, un problema de relaciones económico-políticas. Y, al parecer, la institucionalidad pública y la clase política chilena ha obviado esta pregunta, evitando con ello enfrentar la crueldad estructural del modelo de desarrollo chileno.
Durante décadas, la institucionalidad ha medido la pobreza estableciendo límites de ingreso -según el número de habitantes por hogar- que rompen toda lógica de supervivencia o de bienestar. Como ejemplo, en el 2013, el Ministerio de Desarrollo Social (MDS) señalaba como mínimo de ingresos mensuales de extrema pobreza para una sola persona, el valor monetario de $91.274; es decir, con un peso más un solo individuo sería capaz de satisfacer sus necesidades alimentarias durante un mes. También para una sola persona, el MDS señalaba $136.911 como línea de la pobreza (no extrema), es decir, el mínimo de ingresos mensuales para satisfacer las necesidades básicas. En otras palabras, para la institucionalidad pública un individuo con un ingreso mensual superior a esa cifra dejaría de ser pobre.
Desde esta perspectiva, la focalización del gasto público para enfrentar la pobreza y la extrema pobreza, dejaría a la intemperie a millones de chilenas y chilenos que superan -al menos en un peso- esos límites establecidos por la institucionalidad. Es decir, no serían destinatarios[as] de parte de las ayudas sociales, que en Chile operan como si fueran vouchers. El neoliberalismo chileno ha naturalizado la focalización del gasto social, transformando al Estado en una sistema subsidiario de aquellos[as] con insuficiencia económica para participar de las dinámicas de los mercados. Sin embargo, se sabe que nadie del MDS o de Chile puede tener una vida digna con esos ingresos, aunque esa inconsistencia a muchos[as] no les provoque ni un rictus facial de incomodidad.
Analizando la Encuesta CASEN 2013, Sonia Salvo (2015) y su equipo de investigadores de la Universidad de La Frontera realizaron un estudio sobre pobreza por ingresos y pobreza multidimensional, esta última referida a doce carencias distribuidas en igual número, en las dimensiones de vivienda, salud, educación y trabajo. Si se toma como ejemplo la Región de La Araucanía (una de las regiones evaluadas como más pobres de Chile), los resultados son alarmantes. Mientras la institucionalidad declaraba que la pobreza (no extrema) alcanzaba un 27,9%, el estudio de Salvo et. al. señalaba que, dejando sólo el ingreso por trabajo, la cifra aumentaba a un 54,2%. Del total de ocupados[as], un 33,8% estaría en situación de pobreza (no extrema); es decir, aunque trabajen, no alcanzan a cubrir sus necesidades básicas. Aún más, si se cruzaban los datos de ingresos con las cuatro dimensiones de pobreza multidimensional, el déficit de bienestar de las personas bordeaba el 80% de la población regional.
En el 2016, la misma investigadora hurgó en la Encuesta Nacional de Empleo, ante el anuncio del gobierno de un promedio de ingresos en Chile de $481.071. La dura crítica de Salvo refirió a que no se puede anunciar un ingreso promedio en uno de los países más desiguales del mundo. En otras palabras, se trata de un Chile donde la variabilidad de ingresos oscila entre los $2.000 y $24.993.312 mensuales y donde, además, el 70,5% de la población percibe menos del promedio de ingresos anunciado por la institucionalidad. En esas condiciones ¿cómo viven, entonces, la mayoría de las chilenas y chilenos? Endeudándose; es decir, articulándose con el sistema crediticio o financiero. Si ya en el 2013, Global Wealth Report señalaba que la deuda per cápita de Chile era la más elevada de Latinoamérica, es posible plantear que el despojo del valor del trabajo de una mayoría de la población -por parte de unos pocos individuos- es la forma generalizada de relación social en Chile. Y, no sólo estableciendo bajos salarios, sino que erigiendo la vía crediticia casi como la única manera de supervivencia o de enfrentar los costos de vida.
Desde esta perspectiva, en el debate acerca de la pobreza no es trivial adherir a la focalización o la universalización del gasto, a la erradicación o al establecimiento de los derechos sociales. Desde un punto de vista, la pobreza de unos[as] no se relacionaría causalmente con la riqueza de los[as] otros[as]. Desde otra posición, el empobrecimiento de una parte de la población sí es resultado -directa e indirectamente- del buen pasar económico de otro sector, que en Chile es muy minoritario. Como atributo individual, la pobreza se reduciría destinando más dinero a los[as] pobres, con la expectativa de que dejen de serlo. Desde otra mirada, la pobreza disminuye al transformar estructuralmente las relaciones entre los individuos y de éstos con las instituciones.
Aunque los ofuscados coscachos por twitter entre Kaiser y Waissbluth fueron propinados mutuamente desde la emocionalidad de la discrepancia y la acusación de ignorancia fue recíproca, la pobreza parece ser más una relación social estructurada en torno al despojo del valor del trabajo, que un déficit en una o más características individuales. Y, ante la crudeza de esto, el argument por twitter se diluye frente a la tragedia de cómo se estructuran las relaciones sociales en Chile. Es decir, la discusión entre Kaiser y Waissbluth se transforma ineludiblemente en un incidente trivial, ante la implacable y masiva consolidación en la sociedad chilena, de violentas y cotidianas relaciones de dominación y explotación económico-política. Y ambos, aunque expulsen espuma por la boca en las cómodas redes sociales, saben perfectamente que dimensionar el tamaño de esta tragedia no es posible en los 140 caracteres que permite un tweet.
Por Oscar Vivallo, BUFÉ / Magazine de Cultura, Concepción