De minoritaria práctica ABC1 a moda navideña, para luego pasar a vandalismo urbano y finalmente a deporte integrado a algunos planes de desarrollo municipal. Poco más de tres décadas han pasado desde que los primeros chilenos/extranjeros introdujeron algunas tablas y las típicas formas más pirotécnicas de abordarlas. La película de Rolo Castro narra esa historia, un pedazo de historia olvidada, según los revelan los escasos conocimientos que las nuevas generaciones de patinadores tienen de ella.
No resulta sorprendente la bella potencia y la factura visual de «Esquéibor», considerando la cantidad de material de archivo acumulado, autoproducido en su momento con la última tecnología por patinadores o acaudalados o con buenos contactos. En ese sentido, tal como la pequeña escena musical que retrata el documental «Hardcore: la revolución inconclusa» de Susana Díaz, la película de Castro opera casi involuntariamente a nivel sociocultural y político, aun cuando los protagonistas de su historia no sean concienzudos analistas ni teóricos críticos.
Porque el desarrollo del skate en Chile, desde 1975, está atravesado por los vaivenes históricos que afectaron a la mayoría. En este caso, a un grupo de jóvenes marginales de la clase alta, que patinan por aburrimiento a la vez que por mímesis. Sin embargo, como la calle es el escenario natural del patinador, no costó mucho tiempo para que esa práctica se extendiese hacia otros segmentos sociales y se volviese un problema casi de orden público. En ese sentido, las décadas que abarca “Esquéibor” pasan de la anécdota fundacional a la relativa masificación e industrialización de una pequeña movida y luego a un incipiente movimiento social que en una marcha/patinada llega a reunir a miles de jóvenes que llegan hasta La Moneda exigiendo más pistas públicas a la ex presidenta Bachelet.
El cariz callejero, casi punk o de crew juvenil, tanto como la proyección liberadora que dicha actividad significa para el cuerpo, han hecho del skate un reducto de sociabilización para jóvenes hiperactivos a la vez que amenaza al orden y necesidad de absurda pulcritud que algunos propietarios y funcionarios exigen a los contornos de sus edificios e instituciones; ubicados, justamente, en los lugares ambientalmente más sucios de las grandes ciudades. Esa contradicción y resistencia -sumado a elementos de performatividad como la lucha contra la autoridad policial y su actual masificación a sectores proletarios- hacen del patinaje una práctica todavía revoltosa y lumpenesca, aun cuando exista toda una industria a su alrededor.
“Squéibor” –sin descuidar nunca el discurso estético- tiene la capacidad de plantear de manera superficial pero sugerente varios de los fenómenos que atraviesan a Chile en las últimas décadas, a la vez que rescata una historia conocida por muy pocos de los muchos que pasan sus horas arriba de una patineta aplanando el asfalto.
Por Cristóbal Cornejo
El Ciudadano