Por Bernabé De Vinsenci
Madame Ágota prestaba servicios a jóvenes con Síndrome de Down dado que para ella practicar sexo, desde la pubertad a sus amantes, amoríos clandestinos, citas ocasionales, noviazgos efímeros, a casada y después del divorcio y los años de soltería, fue tan exquisito, el manjar de los manjares, como compadecerse por las personas impedidas o con dificultades al coito; ganarse el pan y pequeños lujos con su cuerpo fue, supo con el tiempo, el despertar de la primavera en su vida aciaga, tan roñosa como una ropa percudida. Nunca imaginó que, en lo más mínimo, podía enamorarse (si es que se enamoró, o al menos sí se excitó) de uno de sus clientes. La frialdad revestida de cariño, su vocación histriónica, era el Caballito de Troya, la emboscada para luego obtener el motín. Hola, bombón, dijo Ágota, viéndolo con su típica cara de down (pensando que ganaría dinero fácil a costa de un pobre inocentón), el cuerpo de la puta hedía a un perfume parecido al Poett, cualquier persona hubiese pensado que se roció con Poett o que era la Cleopatra bañada en desodorantes para piso; «bombón» era la palabra justa, casi exacta, para crear confianza, exceso de pasión, sexualizar su cuerpo proscripto de la seducción; muchos antes, con una espesa baba en la boca, tanto que le limpiaba los labios con servilletas, le habían dicho «¡muy, muy rico, ¿me comprás?» y ella comenzaba a hacer exégesis de «bombón» con insinuaciones eróticas, explicaciones infantiles, acariciándolos de pies a cabeza, o todo acababa, en el peor de los casos, tristemente para Ágota, en una masturbación precoz y «decile al monstruo de tu papi que la pasaste genial, ¿me entendiste, chiquitín?». Con él no hizo falta ni bien soltó, seductora y con voz pueril, con la voz afiladísima, «bombón», llena de espasmos, escuchó sin más nítido, a secas «dale, perra vieja, desnudate», y Ágota que ya tenía más de sesenta años o más -debido a su inescrupuloso ensañamiento de ocultar la edad, a sus tretas de mentirosa- quedó estupefacta (más bien mareada, o con el vértigo del mareo) y al punto casi desfalleciente del deserotismo. ¿Y, vieja conchuda?, llegó a sus oídos, el énfasis estaba en «conchuda». Sabía que era carne mal envejecida (es decir, para que le dijeran «dale, perra vieja, desnudate», nada fuera de lo normal) y repleta de arrugas, estrías, celulitis, pechos caídos, etcétera, y la piel seca por la nicotina como tierra agrietada, más el nauseabundo olor a Poett. ¿Cómo te llamás, dulzura?, insistió Ágota con ternura, aunque cansada y bajo la sospecha irrefrenable de que todo era inesperado e irreal. El down la miró fijo, inmutable y molesto, tan inquisitivo con los ojos de un poseído o el mismísimo Lucifer, y ella esquivó sus ojos ante tanta intimidación, incómoda y sensible. Se sentía disminuida que la llamaran vieja, sobre todo perra, dos adjetivos que la hacían tomar cabal conciencia de su triste realidad. Pensó que su vida corría riesgo en un motelucho medio pelo, con jacuzzi y ducha y toallas para diferentes partes del cuerpo. Decime, bebé, soltó ya sintiéndose muerta, rendidísima, creía que deambulaba en el desierto como Noé o que tenía que sacrificarse mucho más que Abraham. ¿A mí me decís, perra? Sí, a vos, ¿a quién sino? Ágota entendió que ya no trataba a un ser cariñoso como el común de sus clientes. Santiago, dijo, pero yo vine a coger no a intimidar nombres, ¡un carajo me importa tu nombre! «Ay», pensó Ágata, «un macho alfa y pajero, ¿intimidar nombres? Ja, ja, ja». Alfa no sé pero macho sí y pajero tampoco, dijo Santiago, firme en maldad. ¿¡Qué!? Nada, vieja perra, sé leer los labios de las personas nerviosas. Y decime “Santi», por favor, solicitó el down. Así me dicen, vieja perra: SAN-TI, ¿estamos?, insistió. Ágota debía improvisar, dos más dos puede ser cuatro o a veces seis, o un millón. Una cifra exacta o inexacta. La suma de números a veces es relativa como el tiempo. El libreto de maestra jardinera, de tono aniñado, risitas sosas, acarameladas de oreja a oreja, se le quemó cuando Santi pudo leer sus labios, inesperadamente, y le dijo, para su torpe sorpresa, «no sé», «sí» y «tampoco» en una misma frase, confundiéndola tanto que le pareció un trabalenguas. ¿Por qué estás acá?, se aventuró Ágota: se sentía intrigada. Iba a echarlo con la excusa de que no le daría sexo porque para ser down era apuesto y listo. Sos listo y apuesto, dijo entonces en su perorata de mandarlo a rajar no bien pudiera. Y vos una vieja con diez kilos de sarna en cada teta. «Ay, qué agresivo», se dijo Ágota. ¿Agresivo? ¿Por qué?, Santi aminoró su modo hosco para con la prostituta. Vieja, perra, diez kilos de no sé qué…, ¿no te parece agresivo?, sentía que debía maniobrar la situación, del modo que sea, o moriría frente a un kamikaze de palabras. La sensibilizaba que pudiera morir estrangulada o a cachetazos. Sola y desamparada. ¿Vos me creés down o persona?, dijo Santi, ¿sabés lo que pasa? ¿te digo? Sí, por favor… ¿Qué mierda es ser down y qué mierda es ser persona? El down es cariñoso, adjetivó Ágota. Para que veas, yo no, ¿y dejo de ser persona? Y Ágota: amo a los down. Y: son seres especiales, amables… ¡Cerrá la boca, carne fermentada!, la interrumpió Santi. Pero… ¡Cállate!, la volvió a interrumpir, vos sentís lástima por mí y sos de las personas que creen que cada un down de un millón recibido en la UBA o Oxford es un logro. No… ¡Sí, qué no!¡Callate, perra malparida! Dejame hablar, ¿o también vas a hablar por mí como hacen todos? Ágota quedó confusa, deshecha y derrotada en el último round de su vida, justo en la vejez, a milímetros de creer saberlo todo, después de pasar las mil y unas. Quizás le habían hecho un gualicho, pensó, o la meó un perro. Soy toda oídos, Santi, intentó disculparse. Y enseguida dijo que un estanciero le había pagado en dólares para que ella prestara sus servicios. La tarjeta decía: «MADAME ÁGOTA: SERVICIOS SEXUALES A JÓVENES Y HOMBRES. ESPECIALIZADA EN SÍNDROME DE DOWN. SEXO Y CARIÑO». Ya sé, dijo Santi, a eso iba. ¿Puedo saber quién es ese estanciero? Santi, arrebatado por la furia mordaz, arremetió: un idiota como vos. ¿Te puedo pedir una cosa?, sumida y maltrecha en angustia, sin ánimos ya de ser maltratada, a pesar de que el enconio le generaba curiosidad, Ágota pidió por sobre todas las cosas no ser agredida. Lo siento, se disculpó Santi, a veces somos la mierda que otros quisieron que seamos. Gracias. Iba a decirle que gracias era el oficio de los monos pero dijo: lo siento. Otra vez. Quedaron impávidos sin poder hablarse el uno al otro, tensos como una tanza a punto de cortarse. El silencio era tan tenso que se escuchaba el mecerse de las plantas de la calle, la canilla goteando. Ágota pensó en las portentosas orejas de Santi y en sus ojos achinados y pensó también que los down podían ser una especie reptiliana o una secta que conspiraba contra la humanidad. Diez minutos de mutismo absoluto hasta que Ágota se quebró. Quisiera saber de vos, Santi, largó con los ojos acuosos. ¿Qué de mí? ¿Por qué me llamaste «vieja» y «perra»? Porque lo sos. La voz del alto parlante sonó: «QUERIDOS CLIENTES: FALTAN QUINCE MINUTOS». ¿Me vas a coger?, dijo Ágota. Cierto masoquismo íntimo la excitaba. Cada palabra noqueadora de Santi le ponía los pezones duros y la acaloraba. Inesperadamente Santi cayó. Como cae un árbol por el soplo del viento. Un árbol robusto. Pero más que robusto, viejo y peligroso. Los ojos de Santi parpadearon mutando a blancos. Se desplomó como un edificio dinamitado. ¡Virgen de Guadalupe!, gritó Ágota asustadísima, llena de palpitaciones. Ay, Señor. El cuerpo de Santi quedó tieso, inmóvil, petrificado al igual que los cuerpos embalsamados y duro como un poste de luz. ¿Qué hago?, ¿qué hago?, ¿qué hago?, repitió Ágota. «CINCO MINUTOS», sonó en el altoparlante, y una pantalla marcaba la cuenta regresiva. Ágota se abalanzó sobre el cuerpo de Santi a la vez que pensaba que si el down murió teniendo relaciones sería inimputable. Los moteles son obituarios de personas muertas por paros cardiovasculares. Prefería ir a parar a un manicomio, a Melchor Romero o al Moyano y terminar empastillada pidiendo cigarros en la vía pública antes que la cárcel y comer menjunjes de arroz y menudos de pollos y en el pabellón evangélico. Empezó a besar el cadáver (sería imposible decirle Santi a un cuerpo enfriándose), a manosearlo íntegramente: tenía que dejar marcas de su cuerpo en el muertito. Cada vez la excitaba más el hecho de tener relaciones con un pedazo de carne inanimada. Franeleo de pelos, besos en la lengua, chupada de nariz, lamida de cuello, etcétera. ¡Lamida de cuello! Pálida y desesperada, atontada y con asco, descubrió que el cadáver tenía una máscara de silicona, perfectamente incrustada en el rostro, como los actores hollywoodenses que transforman su aspecto para un personaje siniestro. ¡Fabiolo!, vociferó Ágota hasta perder la voz, ¡Fabiolo! ¡Fabiolo! ¡Vos, Fabiolo!, desilusionada, sintiéndose engañada. ¡Hijo de mil puta! ¡Mierda de persona! ¡Viejo perro! ¡Inmundo! Terminó de sacarle la máscara y el cuerpo de su ya difunto esposo, recobró en ella las peores imágenes: a un Fabiolo pidiéndole divorcio, desilusiones en la calle y ella ingeniándosela para sobrevivir con su cuerpo maduro, avejentándose de a poco, viviendo en pensiones de mala muerte, pasando frío y hambre, desvelada por ganarse la vida día a día. «GRACIAS POR VENIR», dijo el altoparlante, «AGRADECEMOS SU VISITA», y Ágota prorrumpió en un llanto de furia.