¡Frutos del país, uníos!, por Carlos Henrickson

De un momento a otro, en un punto de la historia de la cultura, pareció que a ningún escritor le gustó ya la torre de marfil


Autor: Pia
Pia

PÁG.26_CARLOS HENRICKSON_La Columna A MartillazosDe un momento a otro, en un punto de la historia de la cultura, pareció que a ningún escritor le gustó ya la torre de marfil. Bien pudo no ser un tema de ética, sino que un hecho realista: las viviendas del escritor no eran siquiera edificios sólidos, sino más bien dudosas piezas de adobe y madera húmeda, inhabitables y perniciosas para la salud. El emisario de la intuición celestial tenía que tratar con el dueño del almacén en frases bien terrestres para que le perdonaran las lucas que le faltaban para el arroz y el café en el escritorio, y entonces, naturalmente, terminó teniéndole respeto al almacenero. Y entonces debe haberse sentido -de repente- parte integral de la especie humana en un nivel más palpable que los himnos de Schiller.

A fuerza de tanto viaje al almacén, ya va quedando poco de la chispa divina, y al colega le queda solo una fuente de orgullo vivificante y significativo: el peso de sus particulares méritos técnicos sobre los otros colegas. Más cerca hoy de los talleres mecánicos que de los templos -tal como la academia que le prohija de vez en cuando, convertida ya en una verdadera y absoluta bodega de herramientas-, la diferencia será marcada por la poca inventiva, la repetición de los procedimientos o hasta el sencillo hecho de quedarse en la antigualla de escribir… (“¡mírenlo: hacer poemas con lapiz y papel! Habiendo datas, paredes blancas, ruidos…”). ¿Y es que está mal este orgullo de cuando en cuando contra el prójimo más próximo, que es lo que viene quedando…?

El problema es la inutilidad de estos dignos y malos sentimientos ante las posibles tareas del día. La asociatividad entre escritores, tropieza una y otra vez ante este vacío en el vientre al entrar a las asambleas, este juntar peras con manzanas, esto de andar tan lejos del escritorio (ese lugar que nos justifica ante “los otros”); y así nos pasamos tantos años, unos, riéndonos de los escritores-de-sociedades-de-escritores, y otros, mostrándose orgullosos de su profunda ética social ante los enajenados literatos-de-torre-de-marfil.

Y es que sí es posible al menos un deber que hacer asociadamente. La administración de lo que queda de la cultura humanista en nuestro país está en manos de -esos sí y con razón- orgullosos tecnócratas. Los del oficio nos quedamos sin nada que decir, y con una buena propina para que nos estemos cómodos en el escritorio y vayamos de vez cuando adonde los caballeros de la Oficina decidan enviarnos a hacer una lecturita. Si es que de algo dependemos para incidir e implementar planes de difusión y fomento lector que den cuenta de una acción creativa real, y que dé aunque sea una sombra de sustento a quienes la ejercemos, es de esa asociatividad que nos hemos acostubrado a mirar por encima del hombro. Dependemos de juntar peras con manzanas.

Y capaz que llegue ese futuro en que el tenedor no nos caiga encima. Mientras ahora, tan servidos y disponibles, lucientes en la mesa para el postre de la administración pública…

Publicado en la edición nº185 de El Ciudadano, Revista Mensual


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