En el 2013 Michelle Obama le dio el paso para que le entregara el premio a Argo. En la fiesta coqueteó con Jennifer Lawrence y le alcanzó a decir alguna vulgaridad al oído a Scarlett Johanson. El viejo sátiro se veía bien.
Los rumores empezaron a aparecer a finales de ese año. Decían que había renunciado a última hora a participar en una comedia porque era incapaz de aprenderse sus diálogos. Él, que se preció siempre de su memoria eidetica, un don que ni siquiera veinte porros diarios pudieron mermar, ahora padecía los síntomas del Alzheimer.
La mala noticia se confirmó en noviembre: la razón de sus ausencias a los bacanales que asistía desde la década del ochenta y de su confinamiento en sus míticas mansiones de Mulholland Drive, se debía a que Jack ya ni siquiera podía recordar su nombre.
En diciembre se le vio en una exposición de fotos de los Rolling Stones y aunque saludó con afecto a su amigo Mick Jagger, ya no pudo recordar las noches de cocaína y felaciones que disfrutaron juntos en Studio 54. Por momentos se le veía desorientado y aunque aún conservaba sus gafas oscuras y su sonrisa diabólica, se le notaban sobre los hombros el peso de sus 76 años.
El camino hacia el éxito estuvo sembrado de escollos. Cuando tenía 20 años intentó ser guionista y aunque tenía talento para escribir, sus proyectos naufragaron irremediablemente. A los 25 protagonizó dos western que ya nadie recuerda y a los 28 logró cierto reconocimiento de la mano de su mentor, Roger Corman, en La tiendita del horror. Sería el papel del alcohólico abogado George Hanson en Easy ryder, el que le otorgaría la primera de sus doce nominaciones al Óscar.
Su ascensión a la cima fue meteórica. Insuflado por el ambiente independentista que reinaba en el Hollywood de los setenta, se lanzó de lleno, junto a sus amigos Robert Town, Bob Rafelson y Roman Polanski, en defensa del cine de autor. La medicina que este cuarteto de rumberos a la hora de abordar sus proyectos, consistía en litros de Jack Daniels y una nube espesa de marihuana y cocaína. Por más dura que fuera la rumba, por más tarde que terminara de esnifar las carreteras de perico, Jack estaba de primero al otro día en el set, dispuesto a darlo todo en los papeles consagratorios que tuvo en Mi vida es mi vida, El último deber y Chinatown. El Óscar, ese enemigo deseado, vendría en 1975 por su inolvidable interpretación en Atrapado sin salida.
Ícono de la contracultura, Nicholson emprendió en los años setenta una cruzada a favor de la droga. Como muchos de su generación estaba convencido que el LSD y la marihuana, eran las llaves que abrían las puertas de otros niveles de conciencia. Hizo del consumo desaforado de sus baretos un método para entrar en trance a la hora de encarnar sus personajes. Se prometió ayudar a forjar un Hollywood libre de los odiosos mercachifles que sólo buscaban el éxito de taquilla. Scorsese, Coppola y él estaban a punto de hacerlo hasta que George Lucas estrenó La guerra de las galaxias y el anhelo de un Hollywood tomado por los independientes terminaría para siempre.
En los ochenta Jack, como tantos otros de su generación, se asimiló al sistema. Aunque seguía prendiendo porros en su mansión y su vecino, Marlon Brando, llamaba cada rato a la policía por las orgiásticas rumbas que hacía, Nicholson no volvió a alabar la droga en público. Su fama crecía a la par de su barriga y su calvicie. Se convirtió en todo un referente cultural a finales de los ochenta al haber encarnado al guasón. Las jovencitas soñaban pasar una noche con ese depravado experimentado y encantador. Sin embargo él no estaba disponible para todas, menos para aquellas ancianas mayores de 25 años.
Así siguió en su rumba perpetua, cobrando millones de dólares por sus actuaciones, llevando a su guarida de lobo a la joven estrella del momento. Creíamos que era indestructible hasta que el Alzheimer lo consumió y nos privó de ver en la pantalla al loco más delirante y amado de todos los tiempos.
Sin homenajes, ni fanfarrias, contrario a su vida fastuosa, Jack Nicholson se ha ido del cine. Ya nunca volveremos a ver su sonrisa demoniaca sobre una pantalla.