Luego de que las líneas con neoprén fueran hechas, las cinco personas que las realizaron salieron de escena, y cuando el artista quedó solo, un asistente procedió a prender fuego a cada una de las líneas, provocando de este modo una intensa llamarada. El artista, detrás del fuego, luego de comprobar que las llamas eran altas, entró en el saco y se encerró dentro de éste, para posteriormente caer lentamente sobre las escalinatas, y mientras su cuerpo descendía, aun con la última oscuridad sobre él, las líneas del pegamento se adherían ardientes y flameantes al saco, por lo que cuando la performance finalizó, al bajar las escaleras, el cuerpo, que era a la vez un bulto, y que recordaba tanto la decidida acción de Sebastián Acevedo como el rostro de Carmen Quintana, seguía envuelto en llamas, las cuales debieron ser apagadas por un tercero. Luego de todo esto, y con el aire lleno de los residuos tanto del neoprén como del hollín impregnado a las escalinatas, las personas y los autos camino al trabajo comenzaron a aparecer, de manera que el bullicio habitual con el cual se da inicio a las mañanas en Santiago, indicaba a todos los presentes que ya había amanecido. Como resultado de la performance: un saco lleno de restos de pegamento quemado y los indicios de una barricada en la entrada al Museo de Arte Contemporáneo. El artista salió ileso.
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Producto de la renovación urbanística de París emprendida por el Barón Haussmann, tarea encargada por Napoleón III en 1852, los habitantes de la ciudad comenzaron a sentir la ciudad como ajena. La modernización de la capital promovió una decisiva toma de conciencia por parte de los ciudadanos del nuevo carácter inhumano, técnico, de este cambio urbano. El propósito de este proyecto era, como lo ha descrito Walter Benjamin en su Paris: capital del siglo XIX, prepararse ante una nueva e inevitable guerra civil. De esta manera, la tarea del Barón tenía como objetivo principal impedir toda posibilidad de levantamiento de barricadas en las modernas -y ensanchadas- calles de la gran ciudad, facilitando de esta manera, la labor de la fuerza policial. La tarea urbanística de embellecer la ciudad, en plena revolución industrial, era el pretexto para una operación política contrarrevolucionaria. Detrás de la ornamentación y la renovación de la ciudad se esconde el terror burgués del terror proletario, de la barricada y los adoquines apilados que combaten la represión policial, impidiendo su acción.
La barricada, en tanto expresión de la insurrección popular, establece una relación clara entre lo performativo y lo político, puesto que la barricada se alza en la ciudad para apropiarse de un espacio, el cual es utilizado regularmente -como ha sostenido el filósofo Jacques Rancière en su artículo ¿Sociedad del espectáculo o sociedad del cartel?- , para la circulación tanto de personas como de mercancías, estableciendo el modo en cómo deben operar los desplazamientos de las personas y las cosas, por lo que el desorden promovido por la barricada en este nuevo reparto promovido producto de la sublevación del pueblo, crea una nueva escena y redistribuye las funciones y papeles de los actores y espectadores. De este modo, el espacio de circulación pasa a transformarse en un espacio de manifestación y de rebelión. Considerando lo anterior, el cuerpo del artista, no tan solo es una barricada, sino que es también la representación de un problema micropolítico.
En 1990, con la publicación de su libro Campos minados, la poeta y teórica Eugenia Brito sostenía que durante la dictadura militar, para algunos artistas, el cuerpo era concebido como una ‘zona de barricada’, en la cual se revelaban tanto el horror como el dolor, activando de esta manera una memoria activa, en una ciudad que no estaba abierta, una ciudad en permanente estado de excepción producto de los dispositivos de control y de poder, por lo que la única ocupación de espacios era la utilización del cuerpo del artista. De eso se trataron, en parte, las acciones y performances de Pedro Lemebel cuando era parte del colectivo Las Yeguas del Apocalipsis; intervenciones que tuvieron como trasfondo el final de la dictadura y los primeros años de la transición democrática. Desde ese entonces, Lemebel ha trabajado con la significación del fuego y lo quemado, promoviendo una constante interpretación en el imaginario de la posdictadura chilena. Fue en esa época en que el artista, a partir de la inmolación de Sebastián Acevedo y el macabro atentado contra Carmen Gloria Quintana, quemada viva por una patrulla militar, comenzó a trabajar con el neoprén, elementos utilizados como droga por el lumpen, individuo que es concebido un residuo marginal en la sociedad, bajo una pujante y victoriosa economía y orden social de carácter neoliberal. El neoprén, utilizado por el sujeto marginal para drogarse en la periferia de una ciudad neoliberal, excluye y sitúa a estos hombres y mujeres vulnerables en suburbios de pobreza extrema, lugares donde conviven la violencia y la imposibilidad de luchar contra esa situación de precariedad; son esos espacios los utilizados por Pedro Lemebel para otorgarle un nuevo significado. El fuego que iluminó el MAC en la oscuridad, resignifica las zonas de dolor, en un contexto de constante –y en aumento- violencia contra mujeres y homosexuales, víctimas tanto de regímenes fascistas como de democracias occidentales defensoras de los derechos del ‘hombre’ y el ‘ciudadano’. El ejemplo de Carmen Gloria Quintana, quemada viva por el organismo represor de la dictadura militar, es un paradigma de este terreno común que comparten homosexuales y mujeres hoy, el de un rechazo por parte de una sociedad machista, autoritaria y homofóbica, la cual impone –con crímenes y fuego- el orden sexual y de género. Si en las década de los 80’ y los 90’, los sujetos dependientes del neoprén eran concebidos como escoria, fue precisamente porque para la ciudad, ese tipo de vidas, no eran sino vidas precarias que no merecían ser vividas, vidas vulnerables, al desnudo, sin biografía, lo que Judith Butler ha sintetizado al realizar la pregunta ¿qué vidas se consideran dignas de salvarse y defenderse, y qué otras no? Esa misma pregunta adquiere validez en la actualidad para concebir la discusión en torno a la violencia de género y a los ataques de odio contra homosexuales, agresiones que sólo adquieren relevancia en los noticieros centrales y en las portadas de los diarios.
En la actualidad, y producto de las movilizaciones sociales que exigen reformas a la educación y una nueva Constitución política, la barricada ha ocupado un rol fundamental para la reorganización de la circulación y la distribución de roles entre los actores: los políticos y los estudiantes. La barricada de Lemebel, que es a la vez una cita a una pintura de Marcel Duchamp de 1912, vuelve a activar la memoria en una operación que ya no obedece a la desobediencia sexual, sino más bien a una de carácter micropolítico, donde la producción de una subjetividad disidente –política, sexual o cultural- amenaza las caracterizaciones y significaciones que han hegemonizado ciertos órdenes de saber y de poder. En la época del mercado del arte, en donde se transan obras por medio de Instagram, Facebook o Twitter, Pedro Lemebel vuelve a resignificar la relación entre arte y política al utilizar su cuerpo como barricada frente al Museo de Arte Contemporáneo, cruzando las llamas en un movimiento incómodo, la misma sensación que sintió el pintor Albert Gleizes ante el cuadro de Duchamp, incomodidad que le llevó a pedir a los organizadores de una exposición cubista donde se presentaría el cuadro –el Salon des indépendants-, que el artista retirara voluntariamente su obra. Luego de esa experiencia, Duchamp recordaría ante Calvin Tompkins, autor de su mejor biografía, que luego de recuperar su cuadro, nunca más volvieron a interesarle los grupos. Tiempo después haría su primer ready-made.
Por Aldo Perán