Este año se cumplen 100 años del Genocidio Armenio y 70 del Holocausto nazi, por citar dos ejemplos. Otros casos semejantes, más cercanos, pueden ser las dictaduras latinoamericanas, sin incluir las guerras. La lista de atrocidades humanas pareciera ser infinita. El hombre es el lobo del hombre, decía el griego Plauto. Ahora, la pregunta que ha inquietado a estudiosos y a las propias víctimas sobrevivientes de estos sucesos es cómo contar ese pasado, sin quedar atrapado en el intento. ¿Cómo revivir el infierno y no quemarse?
En los casos en que las personas sufren traumas radicales, se abre esta dicotomía: cómo contar aquello que es parte de mí y, no obstante, es una experiencia ominosa. Y, en la medida en que no puedo mencionarlo, ¿cómo puedo comprenderlo y liberarme del peso que conlleva por innominado?
La respuesta que ha dado la literatura es diversa. Numerosos autores, como pueden ser Primo Levi, Jorge Semprún, Sergio Chejfec, Rodolfo Walsh, Pedro Lamebel o la misma Ana Frank, se han encontrado entre el dilema de escribir o no escribir, y todos ellos lo hicieron. Aunque otros tantos no lo han hecho.
En el caso del primer grupo, el recurso del cual se valieron para relatar el trauma y no perecer en el intento ha sido la ficción. A través de ella, con las posibilidades de la metáfora y la alusión, han logrado recrear sus experiencias y conseguir no sobrepasar el margen de tolerancia emocional y, a la vez, lograr una reproducción más o menos fiel de sus historias.
Asimismo, han demostrado ciertos estudiosos como Dominikc Lacapra que el trauma no solo se experimenta de modo directo sino también de forma transgeneracional. Es el caso de los hijos e incluso las víctimas de los sobrevivientes que padecen ellos mismos los síntomas de lo que padecieron sus antecesores. Nuevamente, en este grupo, el mismo mecanismo para recuperar las palabras capaces de nombrar aquello es la ficción.
Pareciera, entonces, comprobada la idea de que la capacidad de contar historias es una parte constitutiva de lo más profundo del hombre. Necesitamos de las palabras para constituir nuestra identidad personal y nuestra identidad colectiva. A su vez, sabemos que el pasado es condicionante del presente, cuando no determinante. Se trata, entonces, de tener las herramientas justas para impedir que esa fuerza de lo antiguo obture el futuro.