La incapacidad es una novela de Daniel Campusano publicada por LOM Ediciones, sobre la actual generación veinteañera chilena que descubre y asimila las fracturas sociales ocurridas en los años setenta y ochenta y que hurga en sus temores haciéndose cargo de sus propias fragilidades y experiencias.
Campusano es Licenciado en Literatura y profesor de Lenguaje y Comunicación por la Universidad Diego Portales. En el 2008 dirigió la Revista Grifo y en el 2009 obtuvo la Beca de Creación Literaria del Consejo Nacional del Libro y la Lectura para la escritura de esta novela.
La trama del libro se centra en Rodrigo, hijo de un exiliado político y Antonia, de un empresario dedicado a la fabricación de explosivos. Ambos tienen historias muy distintas y el relato describe cómo, no obstante, logran protegerse mutuamente de culpas de sus respectivos padres: remordimientos que marcaron realidades familiares llenas de tabúes y violencias.
¿Cómo definirías la novela La incapacidad?
– No sé si el autor pueda aproximarse a lo que ocurre realmente al leerla. A veces la veo como una historia de descubrimiento, de aceptación, de expedición a los traumas familiares. Una indagación a las fragilidades y evasiones propias. Una novela de humor negro y blanco. Un reconocimiento e interpretación de los recuerdos. Un ajuste de cuentas con la imagen del padre. Una novela del paso a la adultez, una novela de la cordura y el desequilibrio. Una novela de amor correspondido, pero evitado.
¿Por qué abordar la historia reciente a través de la mirada de veinteañeros?
– La idea original era mirar a una generación que está acostumbrada instintivamente a no mirarse. A evadir el análisis de sus fracturas e incomprensiones. Quizás estuvimos tan estimulados que nos acostumbramos a no detenernos. Respecto a los diecisiete años de dictadura, muchas veces he conocido integrantes de mi generación sintiéndose las cenizas de una historia donde siempre se les consideró ajenos. Es muy extraño pertenecer y no pertenecer a la vez; subestimar nuestros traumas en comparación a los de nuestros padres. Tal vez por eso, presenciamos a veces muchos ideales cómodos y controlados: mucha conciencia de red social y poco interés real y pragmático en entrometerse, al menos, en ministerios públicos. Como si alguien nos hubiesen enseñado a desconfiar, como si alguien nos hubiese advertido que las cosas después de todo no sirven racionalmente.
¿Con qué otras novelas/cuentos/escritores sientes que existen similitudes de estilo, mirada y proyectos respecto de tu novela/quehacer?
– No sé si en una línea similar a mi trabajo, pero he disfrutado bastante los trabajos de Sebastián Olivero y Diego Zuñiga. Escritores cercanos a mi edad, de un fraseo propio, límpido, capaces de retratar las variables y desapegos de quienes nos hicimos adultos jóvenes después del 2000. Pienso, a la vez, por supuesto, en las novelas de Zambra y Bisama. A diferencia de los que tenemos menos de 30, ellos se han ocupado de despejar los traumas de los crecidos en los 70: recordar, ya de adultos, el silencio temeroso de los años 80, la resaca abúlica de los 90.
¿Qué esperas que ocurra con la novela?
– Primero provocar una comunicación honesta y amena. El mejor halago es que alguien me cuente que se quedó riendo por un rato, o que si lloró, se divirtió lloriqueando. En un plano más íntimo y ambicioso, podría aspirar a la eventualidad de discutir y pensar una generación más libre de juicios morales, de cargas históricas, de intromisiones, de generalizaciones de apellidos, colegios y barrios.
¿Cuál es tu impresión del momento literario en el país?
– Más allá del éxito y todas sus posibles nociones, me suena un panorama favorable. Escucho muchas publicaciones y sobretodo una validación necesaria de las editoriales independientes: ya no descansan en su panfleto de lucha antimercadista, ahora pueden verse bien constituidas, con un comité editorial establecido y un catálogo de accesible distribución. Respecto a la fiebre de Guadalajara, lo único que realmente me parece analizable es la protesta del editor Matías Rivas: es impresentable la licitación de libros de autoayuda, de relajación y de nuevas antologías de Neruda o las rondas de Mistral. Y ojo que esto no pasa por un juicio estético, sino funcional. Solamente pienso en la obviedad de que las platas estatales sean destinadas a libros que puedan apoyar el trabajo de profesores de lenguaje en colegios públicos. Por ejemplo: ¿sabes cómo ayudaría contar con antologías depuradas de poesía contemporánea (de autores difíciles de conseguir en ediciones baratas) para abrir la reflexión de un adolescente de Enseñanza Media? Recuerda que hay colegios que no cuentan ni con fotocopiadoras…. Si tengo que hablar de novedades, sólo se me ocurre hablar de las crónicas antologadas de Roberto Merino. Un milagro de pertinencia, elegancia y oficio.
¿Qué escritores te interesan?
– Es realmente incómodo lanzar una lista; intentar parecer informado, a la vez intelectual no forzado (a la hora de las referencias, es demasiado el peso arrogante de haber estudiado literatura). Se me ocurre decir es que leo varias veces a la semana a Teillier y Szymborska: un acto parecido a una dieta. En narrativa te puedo decir dos novelas que leí hace menos de un año y no me puedo sacar de la cabeza: La guerra de Galio de Hector Aguilar Camín (la novela favorita de Hinzpeter, me contaron) y Las cosas que llevaban los hombres que luchaban, de Tim OBryen. Repito recurrentemente imágenes y fragmentos, los recito manejando y jugando fútbol…. Con las novelas de Kawabata, Marías y Bryce Echenique, en tanto, tengo una relación casi sicoanalítica, devota, recurrente.
¿Estás trabajando en algún nuevo proyecto literario?
– Espero el verano insistentemente y ocupar sus mañanas. Yo terminé de escribir La incapacidad hace al menos dos años y ha sido un camino largo y extraño. Para mí, publicar significa la libertad de poder delinear una siguiente historia. En este caso, una historia que repercute diariamente en mi cabeza y que la siento profundamente familiar: será una novela de colegio, de heroísmos y miserias. De lo bello, de lo chistoso y lo triste.
Jorge Pujado
El Ciudadano