La América Latina, en proceso de inventarse, tal como la describen el historiador mexicano Edmundo O’Gorman y el esteta peruano Juan Acha, es una constante que convierte la movilidad en prisma interpretativo para observar la historia del arte moderno de este continente. Ubicados en su ser europeo y la necesaria pertenencia a una cultura nacional, los artistas buscarán desde comienzos de siglo y particularmente durante los años veinte, una identificación con Europa y la modernidad, ponderando los límites de esta mirada en el espejo y pretendiendo instaurar sus diferencias.
Los artistas se han sentido, a través de sus obras, según los momentos y en grados diferentes, más latinoamericanos o más europeos. Este sentimiento que se refleja en sus creaciones artísticas con intensidad y éxitos distintos, nació bajo la presión de una variedad de influencias y acontecimientos ligados a la situación interior y a las contingencias exteriores. La diversidad de los países, pese a la historia y la cultura comunes, es una realidad inseparable de su unidad.
Por una parte, los cambios históricos y sociales suceden en tiempos diferentes: la revolución mexicana engendra el movimiento muralista, el constructivismo del Río de la Plata nace en un espacio geográfico y cultural impregnado por la inmigración europea dominante, la urbanización y el desarrollo tecnológico son el contexto del auge del arte concreto en el Brasil, etc. Pero por otra parte, la incidencia del pasado precolombino se inscribe profundamente en la actualidad de las memorias y la búsqueda de identidad.
Los artistas latinoamericanos se orientarán hacia un camino creativo que evidencie y cierna en términos plásticos su propia identidad. El arte latinoamericano del siglo XX relata la historia de identidades múltiples, la de América Latina pensada como realidad colectiva, pero también como manera individual de ser. Se trata de dos visiones diferentes, a veces antagónicas, que algunos artistas logran amalgamar al servicio de sus designios conceptuales o ideológicos. Variedad de lugares, de historias y de sociedades, a la vez que heterogeneidad de corrientes, producciones, posturas y compromisos.
A lo largo de la primera mitad del siglo la producción artística latinoamericana se divide en dos corrientes. La primera, figurativa y narrativa en el norte (México), fue un movimiento comprometido de arte público y mural que halló un terreno favorable con las ideas y el gobierno surgidos de la Revolución de 1910. Nacido en 1922, este arte oficial ocupará el terreno durante cuarenta años. Más de mil pinturas murales serán realizadas en todo el país (edificios públicos y privados), así como fuera de México, principalmente en los Estados Unidos.
La escuela mexicana de pintura es una experiencia sui generis que no tiene equivalente en nuestro siglo. Construida alrededor de una teoría, servida por artistas militantes, aspiró a ser el testimonio de la afirmación de la nacionalidad a través de la representación de la historia, de costumbres, tradiciones y luchas sociales y políticas de la época. Tres pintores, Diego Rivera (1886-1957), José Clemente Orozco (1883-1949) y David Alfaro Siqueiros (1896-1974), llamados «los tres grandes», desarrollarán líneas estéticas diferentes articuladas en torno a un arte público, político y realista: del formalismo literario de Rivera (que había sido cubista en París) hasta el expresionismo caricatural de Orozco, pasando por las experimentaciones técnico-espaciales de Siqueiros. Respaldados por el Taller de Gráfica Popular creado en 1937, la imbricación de arte y política será en México hasta los años setenta el eje conductor de las relaciones entre los artistas y el estado.
La influencia del realismo social y la urgencia circunstancial de un arte comprometido también se hará sentir en la Argentina con Antonio Berni, en Brasil con Cándido Portinari y Emilio di Cavalcanti, así como en el movimiento mural chicano que se desarrollará durante las tres últimas décadas en todo el sur de los Estados Unidos. La dimensión social y política de la creación atravesará el curso de la historia del arte latinoamericano, simultáneamente a la interrogación por la identidad.
En el sur, la situación es algo diferente por la aparición de un polo abstracto, geométrico y constructivista. Estamos ante el dominio de la forma, antes que del contenido y la función del arte, así como ante las interrogaciones sobre el espacio y su relación con los problemas de construcción. La modernidad se instala más rápido el Río de la Plata y Brasil, donde los viajes de ida y vuelta a Europa emprendidos por numerosos artistas gravitan de manera determinante sobre sus evoluciones.
En Uruguay y Argentina surgen los movimientos más importantes con artistas como Joaquín Torres García (1874-1949). Este cumple un papel de faro, maestro indiscutible, inspirador de varias generaciones. Los cuarenta y dos años que pasó fuera de América Latina (Barcelona, New York y París) le revelaron la profundidad y la fuerza de sus orígenes, conduciéndolo a la invención de un lenguaje personal. Su arte constructivista oscila de la tradición a la universalidad, de lo primitivo a lo contemporáneo, de la figuración a la abstracción. Sus textos fundadores, entre los que destaca Querer Construir (París, reveu Cercle el Carré, 1931), La Escuela del Sur (Montevideo, 1935) y El Universalismo Constructivista (Buenos Aires, 1944) forman un sólido corpus teórico, impregnado por el impacto de su célebre fórmula:
Nuestro Norte es el Sur. Lo racional y lo sensible se equilibran en una geometría humanista de la memoria donde el signo, considerado como “la tradición del hombre abstracto” es al mismo tiempo mito y estructura.
Pero además existe una tercera corriente que cubre tanto el norte como el sur del continente; se trata de lo «real maravilloso» descrito por el cubano Alejo Carpentier para referirse a la pintura de Wilfredo Lam. En «la maravillosa realidad en sí misma» que es América, artistas tan diferentes como Wilfredo Lam (Sagua la Grande, Cuba, 1902-1982), Roberto Matta (Santiago de Chile, 1911) o Rufino Tamayo (Oaxaca, 1899-1991) han superado influencias y cruces variados (el cubismo, Picasso, el surrealismo, el expresionismo norteamericano), construyendo una escritura pictural propia, creando un auténtico lenguaje iconográfico a partir de una pluralidad de fuentes atravesadas por sedimentos identitarios, lo que les permite figurar junto a los grandes artistas del arte occidental.
Rufino Tamayo supo conjugar el interés por su cultura de origen indígena —la estatuaria zapoteca— y la apertura a la modernidad para elaborar una iconografía fantasmagórica a partir de animales, frutas y figuras femeninas. La utilización de colores vivos (rosado, rojo, azul, verde) y un trabajo paciente sobre la materia producen una textura que es a la vez transparente y profunda.
Roberto Matta es el único sobreviviente de esta estirpe de grandes maestros que han elaborado un inédito sistema plástico e iconográfico en un espacio pictural sui generis. Como escribió Octavio Paz, «la obra de Matta es el matrimonio de la pasión y la cosmogonía, de la física moderna y el erotismo». El tema de la transformación obsesiona a Matta y la confusión de sus «imágenes» existe solo en apariencia. La imbricación de formas y signos responde a este «deseo-delirio», donde logra conjugar en simbiosis el mundo de lo íntimo y de lo social. Su obra existe bajo el signo de la dualidad y la ambivalencia. En sus cuadros una vena dramática corre paralela a una vena jubilatoria, discurriendo contradictoriamente en la fiesta y la tortura, el desorden y la serenidad. Matta se refiere a «las luchas al interior de mí mismo» y habla del arte como «expresión entre el caos y el cosmos».