Su trabajo le ha llevado siempre a la carretera. Durante los últimos diez años, ha atravesado los Estados Unidos en busca de personas dispuestos a ser fotografiadas. Su trabajo era conocido por las escenas de comunas hippies, niños jugando, madres con sus hijos… Cuando su hijo Casper nació en 2004, las circustancias cambiaron, pero no detuvieron su andadura. La carretera ya no le pertenecía solo a ella y vivir juntos en una furgoneta durante la mayor parte del año la obligó a modificar todos los aspectos del viaje para acomodarse al pequeño.
Los trenes se convirtieron lentamente en la fuerza central de sus vidas. El reducido espacio que compartían, estaba equipado con cuatro grandes bahúles de almacenaje que se iban llenando de trenes de juguete y para cuando cumplió dos años Casper estaba obsesionado con los trenes. «Nos detuvimos en todos los museos del ferrocarril que pudimos encontrar, escuchaba las grabaciones de Smithsonian Folkways de canciones clásicas del ferrocarril en el coche y, para divertirnos en los tramos más largos de la carretera, traspasábamos los raíles de protección para poder tener una visión más cercana».
Con el tiempo y gracias a la influencia de su hijo, reorientó su trabajo y empezó a fotografiar trenes. «El primer día que comencé a preparar mi cámara 4×5 a lo largo de los raíles mi hijo pateó el trípode y gritó: “No fotografiar, mamá!”. Acababa de cumplir tres años». El romanticismo de la maternidad y el viaje eterno, se mezclaba con las complicaciones cotidianas de una madre con su hijo de cinco años. Aún así Justine continuó fotografiando.