En cuervos y urracas de Juan Soros, se abre la puerta a esa habitación macabra a la que nadie quería acercarse. El ángel de la muerte ha sido vencido frente a nosotros y yace en el suelo, derribado junto a su espada. La sangre es una mancha blanca que encandila la hoja y entramos a ella arrasados por una marea incontrolable, un último aliento.
El viaje comienza y es París, pudo ser Avenida La Paz o una fosa común en Santa María de Iquique, pero es París. Se siente el hedor de los cadáveres, las catacumbas derribadas y el cementerio de Les Halles abriendo una gigantesca sepultura para recibir miles de huesos. Nos arroja, nos empuja ahí adentro, el poeta, nos deja expuestos, desabrigados en el fondo negro de esa fosa. Nuestros huesos alojados en las catacumbas parisinas están acomodados en forma de muralla con placas que citan el origen de nuestros restos y tenemos altares con epitafios en latín. Entonces, la fotografía constante, el gran lienzo en blanco, en negro y en blanco, la pestilencia no se evapora y el pavor algo se desvanece, así sin colores, a vuelo de pájaro, a grito de cuervo.
Impecable, dice, como un espejo.
Rodeados de cenizas, nos devolvemos a la metáfora y aparecemos continuamente pese a que queremos evitarlo, en esa sangre que bebemos en cada hoja. Somos nosotros los soldados traicionados por Finn en la Batalla de Finnsbuhr y solo nosotros podemos ser los que inmersos en el placer de la renuncia decidimos rendirnos, arrojar al cielo las últimas plumas, derramar el último gajo de aire, ese grito sordo, esa plegaria que jamás escuchará nadie.
Juan Soros es el himno a la ceniza, una ventana a la descomposición de la vida. Podemos tener terror de abrir esa ventana, enfrentarnos sin hambre a esa imagen dantesca. Alguien tenía que abrirla, para que pudiéramos bailar en nuestra eterna desgracia de cuerpos descomponiéndose deliciosamente, pero sin remedio.
Puedes enfrentarte al desastre –dicen- con solo mirar a un cuervo, pero escucharlo graznar es muerte segura. No es de extrañar que Juan Soros haya muerto. Todos hemos muerto en este libro.
Por Amanda Durán.
El Ciudadano