¿Cuáles son los modos propios del lenguaje visual? El abordaje de esta pregunta nos ha llevado a profundizar las diferencias entre el lenguaje visual y el lenguaje escrito, es decir, a diferenciar la pintura y el discurso. En nuestra búsqueda, por un lado, nos encontramos con una larga tradición en la cultura occidental que fue asignando supremacía a los textos como forma de registro comunicacional sobre otras formas de lenguaje. Esta condición de superioridad, durante mucho tiempo, descansó en la supuesta transparencia que tiene la escritura para comunicar un sentido, en la correcta y unívoca interpretación que supone tener el texto.
Por otra parte, y en sentido inverso, es la polisemia que implica toda representación la que pareciera vislumbrarse en las imágenes visuales, siendo que, en su producción, se suele contar, especular y hasta producir adrede la pluralidad de significados. En ese carácter polisémico, se sostiene la posibilidad que ofrecería la imagen visual de abarcar la comprensión de distintos actores sociales. De acuerdo con este criterio, se ha establecido la relación entre conocimiento docto y lenguaje escrito; y en su correlato, las supuestas limitaciones del lenguaje visual, para adentrarse en el mundo del pensamiento.
Es interesante ver, en los albores de la Modernidad, rastros de la perspectiva que otorgaría al texto la posición dominante en la producción de sentido, tradición que repica en el paradigma del giro lingüístico que veremos más adelante. En 1582, el cardenal Paleotti, obispo de Bolonia, refiriéndose a la jerarquización del lenguaje textual dirá que:
[…] el pueblo menudo [popolo minuto], las cosas que los doctos leen en sus libros, él las entiende mediante la pintura, o al menos de las pinturas extrae la ocasión de preguntar a los más sabios y de comprender gracias a ello.
Siendo que, según el mismo Paleotti, los textos «son leídos solo por los inteligentes que son pocos, las pinturas abrazan universalmente a toda suerte de personas».
Estas declaraciones se refieren a la pintura como herramienta de la catequesis, por ello se enmarcan en el orden de lo figurativo ligadas al criterio de mímesis, en relación al carácter pedagógico de las imágenes. Asimismo, esta visión muestra cómo la debilidad del lenguaje visual estaría dada por la pluralidad de significaciones propias de la imagen y por su imposibilidad de asegurar una interpretación unívoca y direccionada de su sentido, como sí lo podría hacer el texto. Queda, así, manifiesta la división en la apropiación social de los lenguajes y, con ella, la fuerte ligazón entre el pensamiento y el lenguaje escrito.
Sin embargo, al entrar en juego el sujeto lector, esta supuesta transparencia del texto, se quiebra ante las posibles interpretaciones del mismo, jugando un papel activo en la producción de sentido. La investigación que Carlo Ginzburg hiciera en torno a Menocchio y las lecturas que este campesino friulano del siglo XVI realizara muestra cómo las apropiaciones que cada lector hace de una representación escrita son las que aseguran el carácter polisémico de los textos. Los filtros culturales a través de cuales se interpreta un texto posibilitan que el lector rebelde siempre deforme y desborde las pretendidas lecturas direccionadas. En el mismo sentido, Roger Chartier nos advierte que:
Someterlo (al lector) al sentido (que se pretende imponer) no es cosa fácil y la sutileza de las trampas que se tienden es proporcional a su capacidad, hábil o torpe, para hacer uso de su libertad.
Ya en el siglo XX, el paradigma del giro lingüístico advierte el carácter polisémico de las representaciones textuales. Apoyándose en él, se han utilizado herramientas metodológicas y recursos interpretativos para explorar en los sentidos y significados de las representaciones visuales.
Así, tomando elementos conceptuales de la teoría de los lenguajes, se aborda la producción visual desde una perspectiva semiótica. En ese sentido, Marchan Fiz nos dirá que:
la obra artística, como signo, es un sistema comunicativo en el contexto sociocultural y un fenómeno histórico-social. Posee su léxico —los repertorios materiales—, modelos de orden entre sus elementos —sintaxis—, es portadora de significaciones y valores informativos y sociales —semántica— y ejerce influencia, tiene consecuencias en un contexto social determinado —pragmática—. Es pues, un subsistema social de acción.
De esta manera, se sigue vinculando la rigurosidad del análisis a la lógica textual, y en lugar de ser un vehículo para la explicación en niveles académicos, es tomada esa lógica como referente para explicar una representación visual. En esta dirección, se cae en la trampa de la equivalencia de los lenguajes, al intentar universalizar la interpretación de la obra artística a través de la estructura discursiva, negando el lenguaje propio de la práctica visual. Conviene detenerse en ese despliegue de equivalencias: la obra como signo, la materialidad en el léxico, el orden artístico estableciendo la sintaxis de la obra, los significados y sentidos constituyendo una semántica: todo está reconocido para posibilitar la lectura de la obra artística.
Esta perspectiva de análisis olvida, también, la cuestión de la materialidad sensible y ejerce una progresiva mirada des-materializadora sobre la obra, desvinculándola de su contexto de creación y de las posibles claves significantes que la obra pictórica, en su materialidad, exhibe. De allí que Roger Chartier, retomando la impronta de Louis Marin, cuestiona la categoría de texto para referirse a producciones que no pertenecen a lo escrito: «El cuadro tiene el poder de mostrar lo que la palabra no puede enunciar, lo que ningún texto podrá dar a leer».
Nuestro autor destaca aquello que Marin denomina la irreductibilidad de lo visible a los textos, poniendo en duda la legitimidad de aplicar categorías propias del análisis discursivo en el abordaje de la imagen, subrayando la irreductibilidad e intrincación de estos dos modos de lenguaje. Chartier se corre de la trampa teórica de la equivalencia del lenguaje visual y el escrito, y afirma que la imagen queda ajena a la lógica de la producción del sentido que engendran las figuras del discurso.
Paradójicamente, advierte en la debilidad del lenguaje visual la fundación de su poder, su potencia significativa ya que: «la imagen es a la vez la instrumentación de la fuerza, el medio de la potencia y su fundación como poder».
Detengámonos en unas palabras que Chartier rescata de la carta de Poussin a su amigo y cliente Chantelou, que muestra las diferencias de estas dos formas de lenguaje, el discurso y la pintura. Veamos esa referencia:
El sentido más elevado trabaja en la distancia entre lo visible, lo que es mostrado, figurado, representado, puesto en escena, y lo legible, lo que puede ser dicho, enunciado, declarado: distancia que es a la vez el lugar de una oposición y el de un intercambio entre uno y otro registro, distancia a partir de la cual conviene plantear la cuestión del cuadro.
Es desde esta perspectiva que pretendemos alcanzar una reflexión teórica que advierta las diferencias entre la lógica visual y la lógica discursiva. Y lo hacemos tras considerar e intuir, desde nuestro trabajo plástico, esa desatención a las particularidades del lenguaje visual por parte de los abordajes teóricos.
También, habrá que preguntarse si el reconocimiento de la condición abarcadora de las producciones visuales no ha terminado por desvirtuar la complejidad del lenguaje visual. La perspectiva de la irreductibilidad que tomamos de Chartier esclarece y nos impone la necesaria búsqueda de conceptos teóricos que surjan del quehacer plástico y nos permita interpretar la dimensión texturada y polifacética de la obra en las particularidades de su lenguaje.
Daniela Abbate
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Aquí te ofrecemos una reflexión sobre la obra de la artista autora de esta nota, junto con varias muestras de su trabajo: «La mariposa y la llama».