La gentrificación del cielo / Enrique Winter /Aparte / 104 páginas
por Matias Ávalos
Joaquín Edwards Bello es el mismo tipo que escribe “El inútil” y “El roto”, además definió en su crónica con mayor precisión ese universal abstracto que cada sociedad atesora y/o esconde; en el caso de la porción de tierra que nos tocó en suerte: el ser chileno.
El autor de “La gentrificación del cielo» es ese tipo de intelectual escurridizo, inteligente y trabajador que sabe que el apellido Edwards es como un López en Gran Bretaña y que es mejor escribir como condenado a creer en dudosos pasados nobles.
Acá pasado no es dinero, sino tradición, canon. Durante esta antología que recoge poemas de sus primeros cuatro libros, puede verse cómo Enrique Winter va tomando conciencia de que Edwards es López, de que el mundo no es un poema sino que el poema es el mundo, en tanto unidad posible de ser sometida al poder de su trabajo, de impregnarse de una verdad que un poco sí, pero otro poco, bastante, no depende de quien escribe.
Pasamos de este poema semiótico: “Estas dos hojas diarias se suman a otros mundos / y nuestra Vía Láctea lee. / Los juzga a todos malos, los arruga y los lanza. / Los agujeros negros: pura tinta perdida”.
A este poema materialista, más acá de esas estructuras galácticas a las que se supone que hay que acceder para llegar a ser El Poeta Nacional: “en esta esquina la palabra del poder / y en esta otra el poder de la palabra”.
Winter es consciente del poder, sabe todo lo que implica escribir, la antología tiene sentido no tanto para ver cómo evoluciona su obra, sino para ver qué de esa conciencia más acabada en «Lengua de señas», hay en el primer «Atar las naves».
Para mí en los poemas en que se encarga de la transacción-negocio, que también forma parte de la literatura después de la caída del muro, después de la desaparición o del fracaso de un sistema distinto de intercambio que el capitalista, están esas claves que son su fuerte y que cualquier aspirante a poeta debe tener en cuenta: “Con las heridas de los dedos pinto / unos cuadros que compraran a buen precio / quienes me las hicieron”
O el intrascriptible “Confirmar la eliminación de archivos” que es una captura de pantalla de esa pregunta que hace el sistema operativo, y cuyo nombre de archivo es “la mano de obra”.
En el medio del progreso que señalo está la ubicación del yo poético en una obra que desde sus inicios juega a las máscaras, y lo hace tan bien que, otra vez la coincidencia con Edwards Bello, cuando es una mujer la que habla en el poema el autor no cambia el tono ni la cadencia del resto de sus textos, como no lo hace el cronista en “La chica del Crillón”; Enrique Winter es, en este sentido, quien mejor entiende su lugar en el presente que le toca habitar, no escribe poemas feministas, pero sigue el famoso consejo que no escribió Flaubert, y no importa, porque resultó mucho más avanzado que cualquier poema con fondo de contingencia: Madame Bovary soy yo.
“¿Quién ofende, en la era de la corrección política?, ¿quién se beneficia de la progresiva corrección (neutralización) del lenguaje?” la filósofa Silvia Schwarzböck abre con esas preguntas un ensayo sobre lo feo, yo la uso para cerrar mi lectura de este libro, cambiando ofensa por la incomodidad señalada en el posfacio de Álvaro Gaete: ¿Quién se beneficia con la progresiva comodidad del lenguaje? El beneficiado es el enemigo de Winter, al que le habla en esta primera selección de poemas: estoy ansioso por saber qué más se va decir en el segundo libro, en la segunda mitad de vida, de este viejo novísimo autor.