Para llegar al lado de Lhasa de Sela, hay que atravesar tres discos, tres idiomas y más de una nostalgia, dejarse atravesar por frases descarnadas como «He venido al desierto para reírme de tu amor, que el desierto es más tierno y la espina besa mejor». Ella componía temas desgarradores. Sonaba a folk, blues, ranchera, chanson francesa. Contaba historias de un abuelo libanés, vivía errante, sacaba discos cada mucho rato (1997; 2003; 2009). El tiempo lo usaba para no perderse: «Necesité esos años para volver a sentirme bien, independiente, sentirme como un ser humano que tiene cosas que decir que son sencillas. Vale la pena alejarse de todo para volver a apreciarlo todo», contaba.
Se llamaba como la capital del Tíbet. El nombre se le ocurrió a su madre, cuando la pequeña había cumplido ya cinco meses: mientras leía el Libro tibetano de la vida y la muerte, la señora pensó que Lhasa era el idóneo para aquel bebé muy sonriente y con los ojos algo rasgados.
La cantante y compositora falleció el 1 de enerode 2010, en su casa de Montreal, a consecuencia de un cáncer. Tenía solo 37 años.
Hija de un profesor y escritor mexicano y de una fotógrafa estadounidense, Lhasa pasó su infancia recorriendo carreteras de México y Estados Unidos, en un viejo autobús escolar convertido en el hogar de dos adultos, cuatro niñas, tres gatos, un loro, dos tortugas y un perro. Sin televisión, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono, las pequeñas leían todo el tiempo y, por la noche, organizaban espectáculos.
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Creció escuchando a Violeta Parra, Chavela Vargas, Billie Holiday, Amália Rodrigues, Maria Callas… Siempre le atrajo la música triste, confesaba. El crítico británico Charlie Gillett comentó que, de haber tenido Nico y Leonard Cohen una niña en la década de los setenta, hubiera sido Lhasa.
En Montreal, acompañada por el guitarrista y productor Yves Desrosiers, Lhasa actuó, durante cinco años, en bares como Le Quai des Brumes o Les Bobards. Lugares ruidosos, en los que cantaba con las manos en los bolsillos y los ojos cerrados, para un público que bebía y hablaba. Lo explicó en una entrevista para EL PAÍS: «Me dije que no podía enojarme con ellos porque no tenían obligación de escucharme. Era yo quien tenía que hacer que quisieran escucharme de verdad y no por cortesía».
Despertó el interés de los medios musicales con su premiado disco La llorona (1997), al que siguieron The living road (2003) y Lhasa (2009), tras pasar un año en el sur de Francia, en el pequeño circo en el que trabajaban sus hermanas, una como payaso; otra, funambulista y la tercera, contorsionista y acróbata. Sin embargo, no sintió la fama que merecía, mientras vivió.
Según ella misma ha dicho, casi toda su vida estuvo signada por el sentimiento de culpa, propio y ajeno. Ella cantó para liberarse de ese sentimiento terrible. Y lo hizo magistralmente.