Los diarios de este dandy

No hay mejor testimonio sobre sí mismo que el que da uno mismo.

Los diarios de este dandy

Autor: Lucio V. Pinedo

Un lector inquisitivo bien puede preguntarse cuál es el sentido del diario de un escritor. ¿Acaso este no dejó allí su obra literaria?

Muchas veces se toma la importancia de los diarios casi como «lados B», como cinta en negativo de una carrera literaria que, en paralelo, no se hace pública. Pero en varios casos, el autor sabe que esa obra tan particular algún día verá la luz editorial.

Por lo tanto, ese carácter original de intimidad queda superpuesto en la palabra del escritor, porque todo lo que produce como registro en forma de anotaciones ligeras y pasajeras e impresiones, de reflexiones de horas y estados de ánimo concretos, siempre está teñido de la singularidad y el ensamble estético correspondiente.

Entonces su lectura se parece a esas situaciones en las que un actor recibe un premio, sube al escenario a agradecer por el galardón y se emociona, aunque esa emoción también es parte de su talento actoral. ¿Puede acaso emocionarse un actor sin actuar un poco? Tal vez lo mismo sucede con un escritor en sus diarios. Porque en la misma línea un autor no puede abrir su alma a la palabra sin dejar de hacer literatura. Pero esto no es motivo de crítica sino, en todo caso, de elogio.

El escritor francés André Gide, premio Nobel de Literatura en 1947, deja patente estas percepciones en su Diario, labrado y roturado a lo largo de seis largas décadas, entre 1889 y 1949.

La editorial argentina Losada publicó una nueva edición del Diario (la inicial había sido de 1963), en un volumen que supera las mil 500 páginas, en formato de hoja biblia.

Además de ser un hermoso objeto, este libro representa un reporte por momentos minucioso y por fragmentos general y arbóreo, de la mayor parte de la vida de un hombre tan genial con la palabra como polémico en sus actitudes vitales, que desafiaron la moral y las costumbres impuestos en el trozo de años encabalgados entre finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.

De formación protestante y moral fervientemente cristiana, Gide comenzó a escribir su Diario en 1889, cuando ni siquiera era un escribidor en la región de Normandía, donde pasó la mayor parte de su infancia. Sin embargo, en las primeras entradas del Journal, en enero de 1890, cuando el autor visita a una tía moribunda en su lecho de muerte, demuestra toda la categoría con que se lo conocerá después.

Anota el precoz Gide, entonces de 20 años:

«Con la cabeza sobre la almohada, transfigurada, descolorida, pero no pálida; más bien del amarillo mate de la cera. Y lo realmente bonito es que ahora se parece a mi abuela: los rasgos de la infancia han reaparecido bajo las deformaciones impuestas por la vida y expulsadas ahora por el dolor de la muerte. Me mira con ojos vagos y yo quedo de pie, sin saber qué decir».

Esta es apenas la primera grajea. Luego vienen sus viajes, sus apuntes de la campiña francesa, sus paseos por Italia, por el África árabe que tanto frecuentó y que influyeron de manera definitiva en su vida personal y en su obra. Todo anotó en su diario. Incluso sus experiencias íntimas y sus relaciones con el escritor Oscar Wilde. Gide fue un innovador al hacer pública su homosexualidad e intentar mantener sus profundas creencias religiosas.

El Diario es un documento único de un autor que supo conocer el éxito de pares, críticos y público, y los dardos de quienes lo consideraban una plaga social. En definitiva, Gide demuestra una sensibilidad con la palabra cada día, y llega a quienes pretendan asomarse a su universo páginas difíciles de olvidar.


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