Madame Bovary, ¿culpable o inocente?

Hace pocos días atrás, cuando estaba a punto de bajar de un tren, escuché un fragmento de conversación. Lamentablemente, fue solo eso, un fragmento. No obstante, quedó reverberando adentro mío. Lo que escuché fue dicho por una voz de mujer. Setrató de lo siguiente: «Pero entonces, ¿Madame Bovary es culpable o inocente?».

Madame Bovary, ¿culpable o inocente?

Autor: Lucio V. Pinedo

 

Una comprensión cabal de Madame Bovary impide hacer un juicio ético sobre su protagonista. Hacerlo revela una incomprensión de la obra. Su tema central se oculta tras temas más recurrentes —pero no menos universales—, como el hastío, la insatisfacción, la saciedad, el placer, la añoranza, la angustia, el matrimonio, el deseo de comunión, la monotonía de la costumbre, los sueños inconclusos, la dimensión del ideal, el arte, la inconstancia, el egoísmo, la libertad. Detrás de todos estos temas está la búsqueda de sentido de la vida.

Habiendo hecho esta salvedad, preguntémonos, de todas formas, de qué podría ser culpable Emma Bovary. En 1857, Flaubert fue a la Corte porque había cometido un delito: ofensa contra la religión y moral pública. El cargo, pues, ya es bastante elocuente: «ataque a la religión y la moral pública», como si se tratara, en efecto, de una sola institución —única y excluyente, por lo demás—. Ese mismo año acusaron a Baudelaire por el mismo delito, cometido con Las flores del mal. Inmoralidad u obscenidad (Gil, 2011), lo mismo da; hoy en día, ninguna de las dos acusaciones tendrían sentido. Sin embargo, tampoco sería sencillo enjuiciarla desde nuestro presente, puesto que su conducta, si bien mediatizada por Flaubert, responde —y de forma muy coherente— a un modelo cultural distinto. Aunque sea Francia, corre el siglo XIX y estamos en la provincia, donde la homogeneidad y la coerción social son más sólidas que en la Capital. Además, hablar de «juicio» implica una escala axiológica y definirla, como vemos, es problemático.

Desde mí lugar, y solo desde aquí, diré que me gustaría que su rebeldía hubiera sido radical. Quizás su única falta consista en no vivir, sino a medias. Es decir, pese a su originalidad, termina prisionera de las convenciones. Degradada. Pero esa es una falta que se comete contra uno mismo; por lo tanto, como cargo de enjuiciamiento, no sirve.

Después de toda la novela, siento simpatía hacia ella. Siento compasión cuando leo «…no era feliz, no lo había sido nunca. ¿De dónde venía aquella insatisfacción de la vida, aquella instantánea corrupción de las cosas en que se apoyaba?» (2009, p. 366). Busca sentido, sin suerte: no la condeno. Si me divierto imaginando su juicio, me veo levantando la mano a su favor. Y cuando continúo jugando, comprendo, con seriedad, que condenarla es condenar al género humano, y por lo tanto, a uno mismo. Madame Bovary c’est moi.

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Ilustración para El Ciudadano: Virginia Torres Schenkel.


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