Perdonen el chiste fácil, pero los no muertos están más vivos que nunca. Las fiestas zombis y los desfiles zombis son habituales estos días en Sitges. También los disfraces y los decorados zombis en las calles y en los escaparates, incluidas las -poco atractivas, visualmente- reposterías de que hacen gala algunas pastelerías: golosinas con la apariencia de vísceras. A casi nadie le repele. El fenómeno es deudor de infinidad de novelas, películas, teleseries, cómics y videojuegos que han dado carta de naturaleza a los muertos vivientes y los han convertido en “unos de los nuestros”.
El apocalipsis de los zombis (como recomienda la Fundación del Español Urgente, y no zombies) ha vuelto a invadir este paraíso del Garraf con motivo delFestival Internacional de Cine Fantástico. Es una ocasión ideal para examinar los grandes clásicos literarios del género, en especial un título que inicialmente puede sorprender porque siempre se asocia, y con razón, con la literatura antibelicista: Johnny cogió su fusil. Pero como reconocía el autor, Dalton Trumbo (1905-1976), escritor, guionista, cineasta y una de las víctimas más conspicuas de la caza de brujas del senador McCarthy en el Hollywood de los años 50, «qué es su protagonista, sino un muerto en vida».
Joe Bonham, de 20 años, es un joven estadounidense de Shale City, un pueblo de Colorado, que se alista para combatir en Europa en 1914 y que un día se despierta en un hospital. Lo último que recuerda es el fogonazo de una bomba y «el agudo silbido de un obús del 75 cayendo a toda velocidad». Encerrado en un despojo de cuerpo que se ha convertido en su cárcel, no puede oír, no puede hablar, no puede ver y no puede moverse (no tiene extremidades y le falta parte de la cara). Pero puede pensar. Y sus pensamientos, que Dalton Trumbo transcribe casi sin signos de puntuación, como sucedería en la mente de un ser humano absolutamente solo y desahuciado, ametrallan al lector de la primera a la última página.
La homónima versión cinematográfica de la novela, que dirigió el propio Trumbo en 1971, ha resistido bien el paso del tiempo y todavía es capaz de noquear hoy a los espectadores que tengan la oportunidad de verla en una pantalla y sala grandes. Al encenderse las luces del cine, el público se queda inmovilizado, como sorprendido de encontrarse en una platea, y no en la habitación de un hospital, entre mutilados y heridos de la Primera Guerra Mundial.
Sólo las grandes películas son capaces de algo así. Lo mismo ocurre con la novela, pero con los efectos acrecentados que consiguen los buenos novelistas cuando logran “meter” a los lectores en su texto. Johnny cogió su fusil ha conocido varias traducciones en castellano. La última, de este año, es obra del poeta José Luis Piquero, autor de versos como estos: «La quise sin querer, sin elegir / contra mí mismo / y ahora que se ha ido / saber que está en el mundo no me deja dormir. / Estoy perdido». La nueva versión, de la editorial Navona, ha sustituido el “cogió” de las anteriores versiones por otro verbo, seguramente con la vista puesta en el mercado latinoamericano, donde «coger» tiene polisemias con connotaciones muy malsonantes.
Trumbo publicó su novela en 1939, «diez días después del pacto nazi-soviético y dos antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial», en vísperas de que la sangre volviera a anegar Europa y buena parte del mundo, como ya había ocurrido en España. El lector de Johnny empuñó su fusil, el nuevo título, asiste a los esfuerzos inútiles por suicidarse del protagonista, «un muerto con una mente que aún podía pensar», «un joven de 20 años que ni siquiera podía reunir la fuerza suficiente para darse la vuelta en la cama».
Uno de los momentos más impactantes de esta novela durísima sucede cuando Joe descubre dónde está (el Johnny del título alude al estribillo de una famosa canción: «Johnny get your gun, get your gun, get your gun»). Y descubre que está en un hospital de Francia porque nota un peso metálico en el pecho y luego le besa un hombre con bigote. «Habían entrado a su habitación y le habían colgado una medalla» y aquel hombre debía ser francés «porque los generales franceses te besaban cuando te largaban una medalla».
Medalla, honor, patria. Más que una novela contra la guerra, Johnny empuñó su fusil es una novela a favor de la paz. «Si te hablan de morir por principios que son más grandes que la vida, recuerda que nada es más grande que la vida. No hay nada noble en morir. Ni siquiera cuando mueres por honor», reflexiona Joe. Y eso es válido para la la Segunda Guerra Mundial o para Corea, Vietnam, Oriente Medio, Kuwait, Iraq, Siria… «Cuando no haya espacio en el infierno, los muertos caminarán sobre la faz de la tierra», dice el Apocalipsis. Pero el apocalipsis ya ha llegado. Son las guerras.
Y estos caminantes sí que dan miedo, no los de la canónica La noche de los muertos vivientes,que dirigió en 1968, con 28 años, George A. Romero (un secretillo: la A es la inicial de Andrew). Ni los muertecitos o los monstruos de tres al cuarto de la fiesta de Halloween, que ha hecho el viaje de ida y vuelta de Europa a Estados Unidos, adonde llegó de la mano de los inmigrantes irlandeses y desde donde ahora regresa, convertida en una caricatura de los cultos celtas que la originaron. Halloween es la contracción de la expresión inglesa «All hallow’s eve», es decir, la víspera del Día de Todos los Santos, que ya existía aquí –como las leyendas de la Santa Compaña- muchísimo antes de las modas y las colonizaciones culturales.
En realidad el mito de los no muertos es antiquísimo y figura en la obra literaria más antigua de la humanidad, la Epopeya de Gilgamesh, el primer poema épico y la cumbre de la mitología sumeria. «Y el que había muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario, caminando. Una frase así podría formar parte de The walking dead, pero es del episodio que narra la resurrección de Lázaro de Betania en la Biblia.
Luis Cernuda tiene un poema impresionante sobre un Lázaro al que no le gusta resucitar, como a Joe Bonham no le gustaba ser un muerto vivo. El Lázaro de Cernuda, como el protagonista de la novela de Trumbo, sufría «un dolor vivo o un dolor soñado», quería y no podía hundir «la frente sobre el polvo / sentir la pereza de la muerte» y lamentaba «el error de estar vivo, / siendo carne doliente día a día». Cuando Joe Bonham consigue apaciguarse un poco, tras meses de sufrida preparación, transmite con el golpeteo de su nuca un mensaje en código Morse. “SOS. SOS. SOS”. Pero nadie le oye.
¿Nadie? No, los lectores sí.
via La Vanguardia