Voy a comenzar esta presentación permitiéndome hacerlo desde la experiencia propia, es decir recurriendo a mi propia abuela como referencia. Porque nada más en febrero, en las vacaciones, yo estuve unos días con mi abuela de 90 años, compartiendo y disfrutando de su amor, bondad y sabiduría. Eso es lo que uno recibe o aprende de los abuelos. Como de un manantial al que se acude para beber, absorvemos su experiencia. Amor, bondad y sabiduría. Y humor. El humor más blanco y a la vez el más negro, y por ende humor de todos los colores. Porque una persona que entra derechamente en lo que se llama la tercera edad, es alguien que asume con desenfado y con humor lo que le resta de vida, y que mira el camino recorrido con el mismo desenfado y humor. Abuelitos y abuelitas que están dispuestos a participar en fotos de desnudos, en cuerpos pintados, en mitines y protestas. En un poema de Mauricio Redolés, la abuelita que esperaba eternamente la llegada del socialismo termina revisándole la mochila a su nieto y encuentra yerba, se la fuma por supuesto, total qué, ¿qué le van a decir a la vieja? ¿que es drogadicta acaso? Y la abuela se fuma, se jala, se inyecta. Total qué. Ese desenfado, esa actitud del que no tiene nada que perder, del que ya hizo todo lo que tenía que hacer y para lo que no hizo ya no hay tiempo, el desenfado o la libertad de quien se puede permitir todas las licencias porque sólo le resta enfrentar al única jueza implacable, la definitiva, ante la que espera pronto rendir cuentas. Mi abuela ahora que ya está viejita se dio cuenta que toda su vida había sido feminista y hasta pro aborto y pro legalización de la marihuana y pro matrimonio homosexual. En su vida movió un dedo por una causa de ese tipo. Todo lo contrario. Pero en sus propias palabras, “ha llegado a la lucidez del que espera la inminente muerte” y eso lo cambia todo.
“Mi abuela es un chiste” nos permite reconocer a todas nuestras abuelas, saliéndose de madres y pronunciando garabatos con soltura, festejando los pedos que se tira. Sabiduría, amor y humor en una misma dosis. Pienso que este libro es ideal para que los abuelos se lo lean a sus nietos grandes antes de dormir, dos, tres, cuatro cuentos antes de apagar la luz, en la misma dinámica de lo inminente, que el nieto diga siempre al finalizar el relato ¡otro más! Y el abuelo acceda y lea un quinto cuento, pero ahora sí, uno más y a dormir. Porque son cuentos cortos, poemas, relatos como escenas que no tienen necesariamente un fin tradicional, como los recuerdos pasajeros. Qué importa el hilo conductor o las hilachas sueltas. Ese desenfado otra vez, de quien no está dispuesto a obedecer las normas o cánones de cómo se construye un relato. Por ejemplo hay un cuento de dos viejos que van por primera vez a un café con piernas. Uno de ellos se desmaya y casi estira la pata. Suerte, porque al despertar se entera de que algo pasó, están los carabineros y hasta hubo un muerto. Pero en el cuento no se explica exactamente qué pasó, si fue un asalto, una riña, nada. Entonces leer el cuento fue como estar de verdad oyendo el relato de la abuela, y como un nieto que escucha con atención al final pregunté ¿pero qué pasó, hubo un asalto, por qué hay un muerto? Y en mi cabeza escuché clarita la respuesta de la abuela: qué sé yo, yo me desmayé y después de que desperté y me tomaron la declaración me vine, qué iba a estar averiguando leseras por irme a meter a un café con piernas. De esa manera el desenfado luce múltiples caras. Otro elemento permanente por ejemplo es el doble sentido, la picardía. Cuando van a comprar un chancho y comienzan a buscar dónde conseguir uno, empiezan a comparar y tasar el chancho de la Rosita, el chancho de la Eugenia… y rápidamente entendemos que implícitamente están refiriéndose al trasero, pero nunca se cruza del todo la línea, hasta que el chancho se lo comen los perros.
Otra cuestión que es maravillosa, es la naturalidad con que se entrega el legado, la memoria, y me refiero ahora a las referencias concretas que la abuela hace en sus relatos, y que gracias a esa naturalidad van a quedar registradas como marcas indelebles. Quiero decir que en nuestros recuerdos quedan así tal como se leyeron u oyeron. Y gracias a ese sortilegio, seguirán vivos lugares que ya no existen, como el Cine Esmeralda o el Cine Santiago, o las casas de vida alegre de la calle Maipú, de Bandera o de San Pablo. Por esta vía, donde los galanes siguen proviniendo cual Negretes del cine mexicano, Juana López Maldonado se emparenta con una larga tradición de escritores chilenos como Germán Marín o Rolando Rojo (que son contemporáneos, están vivos), para no decir derechamente Joaquín Edwards Bello o Nicomedes Guzmán (que están entre los consagrados, o sea entre los muertos), todos autores que se dedicaron o se dedican aún a perpetuar la memoria de la antigua bohemia santiaguina, con sus terminales de trenes y cités donde se arremolinaban los recién llegados, el Santiago y el Chile del ya pasado siglo XX. Quiero decir, que hay además una forma posible de leer este libro, que es atendiendo a las pistas que da, a los datos que te va dejando como secretos íntimos, y que son piezas de valor en términos de rescate del patrimonio histórico.
Finalmente, quiero agradecer a la editorial por este trabajo, y por invitarme a participar en esta instancia. Y agradecer a Juana López Maldonado, por haber escrito este hermoso libro.