No voy a entrar en detalles de cuánto lo discutimos, o por qué finalmente no postulamos. Yo había congelado mi carrera y viajado a Argentina a estudiar, así que, si ese año no era en la UBA, lo haría con mi escritor favorito de Argentina en esa época.
Confieso que antes de leerlo desarrollé una seria adicción a la sección “cuentos de Terror” de I-Sat en la que Alberto Laiseca se convertía en la persona más interesante del mundo, y su voz, su bigote amarillo de cigarro, su manejo perfecto de los tiempos, convertían en esplendidez narraciones que antes eran solo impecables. La declamación de Alberto forjaba de algún modo otro género que reescribía la obra sin cambiar una palabra, y era él, por completo, quien se convertía en el relato.
Ese mismo día lo llamé, y ese mismo día me dijo que no, me explicó que él no daba talleres, que estaba en una época en la que no quería ver a nadie, y me preguntó cómo había conseguido su número si el jamás lo compartía, “llamando a todos los Laiseca Alberto de la guía” respondí. Pero no se conmovió con la cantidad Laiseca Alberto que me había tocado contactar y se negó rotundamente. Entonces le dije a novio que lo llamara de inmediato, porque quizás eso de meter a una niña de 21 años, sola a su casa, no lo convencía y yo no alcancé a aclarar que íbamos en bandita. Novio le explicó que no había otro escritor que nos interesara, y le pidió que le diera una vuelta, pero Alberto no la dio porque entonces dijo que sí, aclaró que él no daba talleres, hacía amigos. Conmovido por nuestro trabajo precario, el precio del “no taller” lo puso en “Porrones”, de los que pedía tres (litros de cerveza), y llevábamos cuatro.
La casa de Laiseca no era hermosa, digo no era linda. Hubiera sido insoportable ver que Alberto viviera en una casa de revista. Al contrario, era austera como son las casas de escritores solitarios que no soportan que les quiten su tiempo de escribir y quizás por espejarme, son las que me hacen sentir más cómoda. Al pasillo solo llegaba la luz de la puerta si estaba abierta, así que el primer ejercicio al entrar era aceptar lo lúgubre. Luego era un espacio amplio de un solo ambiente que limitaba en una pared llena de libros, frente a una cama opaca, pero siempre bien hecha. Atrás de esa cama, un escritorio antiguo que -al menos para mí- era una belleza, amplio y con montones de libros y papeles anillados a un costado.
Lo fascinante era que cada uno de los cientos de libros que ocupaban la pared completa del fondo de esa habitación, estaban forrados en papel Kraft. Y eso no solo era bello porque los libros no eran material de exposición, ni por cuánto me sorprendiera que Alberto nunca olvidara la ubicación exacta de cada uno. La belleza de esa biblioteca, era ese leve ingrediente plástico del papel kraft, que hacía que de esos libros irradiara un ligero resplandor, que eran en verdad cientos de ligeros resplandores, que daban justo el escritorio en el que los tres nos sentábamos y era ese brillo dorado mezclado con el humo de nuestros cigarros, el que hacía tan perfecta la escenografía de nuestros encuentros.
No tardamos en querernos, y Alberto fue poco a poco confesándonos su biografía, las aventuras de viaje en viaje, de carreteras y montañas, el amor que como todas las cosas en esa época dejó para siempre y que era lo único, de todo lo que para siempre había dejado, que recordaba con dolor de falta, y que cada día de esos últimos 40 o 50 años lo había perseguido como una sombra. Nuestros encuentros lo estimularon a retomar la novela que iba escribiendo, y cada martes nos leía un nuevo capítulo. Se sentía en verdad la responsabilidad del spoiler, y la emoción del preestreno.
Cada martes nos quedábamos más horas y esas horas éramos felices, pero fue avanzando el tiempo y aunque la felicidad aumentaba despedirnos se volvió extrañamente triste. No era algo trágico, pero Alberto un día me mostró discretamente al despedirnos que estaba preocupado por mí y desde entonces en las despedidas al abrazarnos llegó entre nosotros la complicidad de contarnos en un gesto la melancolía. Yo creo que Alberto sabía que yo no era feliz los días que no eran martes y yo sabía que a él la soledad ya no le hacía tanta gracia. El día más amargo fue cuando le dijimos que yo estaba embarazada. Alberto felicitó a novio, me preparó un té y quiso celebrarnos, pero para él era imposible esconder la amargura. No sabíamos, ni lo habíamos planeado, pero ese fue el último día que nos vimos. Esa vez al despedirnos Alberto abrazó a novio con gran alegría y golpes de espalda, para después abrazarme a mí en un silencio que no acostumbraba, tan largo y fuerte como se abraza a quien sabes conocerá la tristeza.
Mantuvimos por un tiempo el contacto por cartas que tardaban alrededor de un mes entre una y otra. Entonces cuidar del hijo, conservar el trabajo, y ser la esposa de un hombre que me intentaba mantener estrictamente en ese rol, me instaló al centro de una vida corriente, de esas que son siempre tan ajenas a la poesía. No hubo tiempo para cartas, y así imprudente -como siempre- llegó la muerte y no hubo más Alberto. Fue uno los primeros “nunca jamás” que conocí y que nunca se entienden, como la verdad implacable de que no volvería a ser así de feliz bajo la luz de esos libros, nunca, o el sutil modo en que los días martes se rompieron, como hacen cada tantos años los días que dejan de ser verdaderamente importantes.