Iósif Grigulevich: Primera Parte. El hombre de Stalin en América Latina, de Editorial CEIBO, es un libro imprescindible para entender los albores de la Guerra Fría y la conformación de las redes de espionaje soviéticas para cazar tanto a nazis como a los “enemigos” del Partido Comunista (PC), entre los que destacaron trotskistas, anarquistas y marxistas heterodoxos, principalmente.
El frente invisible para fines de los 30 ya había establecido redes de espionaje, sabotaje y eliminación física, infiltrándose en las capitales latinoamericanas. El inicio de la Segunda Guerra Mundial fue un punto de inflexión para sus operaciones.
“Traducido por primera vez al castellano, en el primer tomo se cuenta la apasionante historia del superagente de Stalin, Iósif Grigulevich, artífice de la red de espionaje soviética y su estructura dedicada a la cacería de nazis y de ‘enemigos del Partido’ en Latinoamérica. Se describen los tiempos iniciales de este ‘frente invisible’ y su consolidación desde México hasta Chile; las operaciones secretas del NKVD -Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética-, precursora de la KGB; el control ejercido por el COMINTERN sobre los partidos comunistas del continente y el reclutamiento de agentes y colaboradores entre importantes personalidades locales de la cultura, las artes y la política”, reseña la contraportada.
La obra es fruto del arduo trabajo del escritor y periodista ruso Nil Nikandrov, nacido en 1946 en el seno de una familia militar, quien trabajó durante más de 40 años en Latinoamérica como diplomático de la URSS y, luego, como corresponsal de la agencia de prensa Novosti.
Grigulevich -conocido como el asesino de Stalin-, se instaló en Argentina y Chile gracias a la complicidad encubierta de Pablo Neruda y Marta Brunet, episodios que se relatan documentadamente.
Iósif Romuáldovich Grigulevich nació en Vilna en mayo de 1913 y falleció en Moscú el 2 de junio de 1988. Entre sus alias conocidos: Arthur, Juzik, Miguel, Felipe, José Escoy, José Ocampo, entre otros.
Siendo niño se integró a las ilegales Juventudes Comunistas, el KOMSOMOL Lituano. Y fue detenido a los 19 años, pasando dos en prisión, antes de ser deportado, estableciéndose en París, donde fue reclutado para trabajar para la Organización Internacional de Socorro a los Revolucionarios (MOPR).
En 1934, bajo la identidad de Joseph Kowalski, viajó a Entre Ríos, Argentina. Su padre había emigrado ocho años antes. Aprendió español y, en Buenos Aires, se relacionó con círculos intelectuales de origen judío. En Rosario, nombrado miembro del comité ejecutivo de la MOPR, trabajó en la redacción de la revista Socorro Rojo. Su nombre clandestino era Miguel, y una de sus “misiones” fue recaudar dinero para los prisioneros políticos.
En España, destinado en un principio en la recién abierta embajada soviética en Madrid, trabajó como intérprete y, luego, se convirtió en asesor de Santiago Carrillo, quien años después sería el padre del eurocomunismo.
Durante la efímera República, el NKVD mantuvo agentes y espías en Madrid, Barcelona y Valencia, quienes operaban bajo “cobertura diplomática” de la legación soviética. Por el contrario, Iósif -desde septiembre de 1936- lo hizo sin ella y se le encomendaron “operaciones especiales”.
Una de ellas, fue el montaje y acusación, secuestro y asesinato del dirigente sindical trotskista Andrés Nin. Como José Escoy, Iósif estuvo al mando de un pequeño equipo o brigada especial.
En 1937, prioridad para el NKVD eran los partidos y militantes trotskistas en España. En la URSS campeaban las purgas y Stalin decidió emplear el servicio secreto para eliminar “enemigos”.
Grigulevich fue enviado con sus hombres a Barcelona. Aleksandr Orlov, jefe del NKVD en España, puso en marcha un plan para incriminar al Partido Obrero de Unidad Marxista (POUM) en una red de espionaje franquista en Madrid. Para ello, Iósif -que escribía perfecto español-, añadió un texto con tinta invisible en el reverso de un mapa incautado.
El Servicio de Contraespionaje de la Comisaría General de Madrid informó al ministro del Interior, y al director general de Seguridad, el recién nombrado militante comunista coronel Antonio Ortega, quien el 12 de junio ordenó la detención de Nin y de la cúpula del POUM.
Nin fue arrestado, y días después un grupo de hombres uniformados, exhibiendo documentos falsos, lo secuestraron. Redujeron a los guardias, dejando una cantidad de pruebas que los identificaban fácilmente como agentes franquistas y alemanes.
Pocos días después, Nin fue asesinado y Grigulevich estuvo presente.
Tras un mes, los participantes -menos Orlov- habían abandonado el país. Grigulevich fue el último en llegar a Moscú, donde se le encargó otro “trabajo importante”: asesinar a Lev Davídovich Bronstein, Trotski, uno de los organizadores de la revolución rusa, el estado soviético, y del Ejército Rojo, quien vivía exiliado en México tras ser purgado por Stalin luego de la muerte de Lenin.
Tras un breve periodo de “entrenamiento”, el director del aparato represor estalinista, Beria, lo presentó al jefe de operaciones especiales del NKVD, Pável Sudoplátov, describiéndolo como “el mejor candidato para llevar a cabo la eliminación de Trotski”.
Iósif viajó a México en enero de 1940 bajo el nombre de Felipe y, tras una cuidadosa organización, el 24 de mayo, asaltó al frente de un comando en que participó el pintor David Alfaro Siqueiros, la casa de Trotski en Coyoacán, Ciudad de México.
El ataque, que pretendía no solo asesinar a Trotski sino que incautar y destruir el libro que el dirigente bolchevique escribía sobre Stalin y la revolución rusa, fue un estrepitoso fracaso.
Uno de los guardaespaldas norteamericanos de Trotski: Robert Sheldon -agente infiltrado a las órdenes de Grigulevich-, fue asesinado tras el fiasco “para evitar filtraciones”. Finalmente, el dirigente bolchevique sería asesinado unos meses después por otro agente de Stalin: Ramón Mercader, quien permaneció décadas en prisión hasta ser liberado y condecorado en la URSS.
Grigulevich fue destinado de nuevo a Argentina, donde usó su red y contactos para realizar operaciones de sabotaje contra los intereses nazis.
En 1940, se casó con Laura Araujo -de nacionalidad mexicana-, quien también fue agente del NKVD.
El apasionante libro de Nil Nikandrov no lo cuenta, pero, tras el fin de su trabajo como espía soviético, Iósif Grigulevich vivió en la URSS y rehízo su vida como académico: se doctoró en etnografía y consiguió un puesto como investigador en el Instituto Etnográfico. Se convirtió en un experto de referencia en las áreas de Latinoamérica y la Iglesia Católica. Escribió unos sesenta libros y biografías, incluyendo las de Pancho Villa, Simón Bolívar, el Che Guevara, Salvador Allende, o de su ex compañero David Alfaro Siqueiros, además de una Historia de la Inquisición, entre otras obras, algunas bajo seudónimos. En 1979, fue admitido en la Academia de Ciencias de la URSS, y no fue hasta la disolución de la Unión Soviética y la publicación del llamado Archivo Mitrojin -a mediados de los 90-, que su pasado como agente fue finalmente en parte revelado. Incluso se sabe que Stalin le encomendó a Grigulevich asesinar a Josip Broz Tito, presidente de Yugoeslavia, y para aquello, Iósif fungió con nombre falso: Teodoro Castro Bonnefil, y tapadera como embajador de Costa Rica en Italia y Yugoeslavia…
Volviendo al libro, tras el asesinato de Trotski, Iósif preparó su “evacuación” desde México a Argentina, donde debió ocultarse.
“El comisario de la Residencia en México le aconsejó tomar una ruta poco rastreable: cruzar ilegalmente a los EEUU, ir de Nueva York a San Francisco y allí comprar un billete para un vapor a La Habana. Desde Cuba podría continuar viaje a Argentina. Así despistaría a los agentes del FBI. Para ejecutar el plan, Grigulevich necesitaba nuevos documentos de identidad. Acudió a la Embajada de Chile y el funcionario consular de Chile en México, el escritor, periodista, militante comunista e íntimo amigo del cónsul general Pablo Neruda, Luis Enrique Délano, le extendió con celeridad un flamante pasaporte chileno, cuya autenticidad no causaría dudas ni para el más meticuloso guardia fronterizo. Grigulevich llegó a Argentina con nacionalidad chilena”, narra Nil Nikandrov.
“El salitre chileno era un objetivo fundamental para el sabotaje. (…) La necesidad del mineral natural era enorme. La voraz industria militar del Reich lo consumía todo. El salitre se utilizaba para fabricar explosivos, pólvora negra y diversos materiales para los laboratorios químicos y las empresas alemanas al servicio de la Wehrmacht. En suma, el suministro de salitre chileno era vital para el esfuerzo bélico del Reich. Los agentes nazis compraban el mineral en grandes cantidades en las terminales portuarias de la costa del Pacífico de Chile, en Valparaíso, Antofagasta e Iquique. Durante mucho tiempo los comerciantes actuaron con impunidad, porque el presidente Pedro Aguirre Cerda y después de él el presidente Juan Antonio Ríos, mantuvieron relaciones diplomáticas con la Alemania de Hitler hasta 1943. Desde Chile, los sacos de salitre se transportaban por mar hasta los puertos de Buenos Aires y Montevideo (a través del Estrecho de Magallanes) o por el ferrocarril transandino. (…) Los informes sobre el activismo nazi entre los colonos alemanes en el sur de Chile eran inquietantes, sobre todo tratándose de un país que abastecía de salitre a Alemania. Aquella fue razón más que suficiente para que el país del otro lado de los Andes escalara en la tabla de preocupaciones de Arthur y lo llevara a establecer un ‘punto’ de inteligencia en la capital chilena. El jefe de dicho punto sólo podía ser un hombre, Leopoldo Arenal, que mantendría su alias de Alexander para las comunicaciones con el Centro en Moscú, y adoptaría el de Pedro para la red de inteligencia que se instalaría en Chile. Leopoldo era un militante y agente a prueba de fuego que para entonces ya era conocido y apreciado por todo el personal diplomático chileno en Argentina. Así fue que logró sin contratiempos que Marta Brunet consiguiera visados chilenos para él y su ‘equipo’, los que fueron estampados en el consulado de Buenos Aires sobre sus falsos pasaportes cubanos. Todo el procedimiento duró una escasa media hora, diez minutos para cada pasaporte, los de Luis y Leopoldo Arenal y el de Antonio Pujol”, agrega el autor.
Los hermanos Arenal y Antonio Pujol habían participado activamente en las conspiraciones y el intento de asesinar a Trotski.
Y así fue que bajo las órdenes de Grigulevich, Leopoldo Arenal estableció un “punto de inteligencia en Santiago de Chile para llevar a cabo ‘misiones especiales y reservadas’”. Iósif le dio instrucciones detalladas sobre el establecimiento del aparato de inteligencia en Chile, y le instó a “seleccionar a las personas que lo integraran con el máximo cuidado, especialmente con aquellas que fueran a incorporarse a las unidades subversivas y de sabotaje. (…) ‘Tu llegada a Santiago, ya está avisada’, le dijo Arthur a Leopoldo, ‘Galo González, que allá en el Partido es Alberto, estuvo acá en Buenos Aires. Me reuní con él y conversamos acerca de las necesidades de Moscú para Chile. Luis y Pujol te seguirán. Envíalos a Chillán para ayudar a David’, agregó refiriéndose a Siqueiros. (…) Iósif informó al Centro y a la Residencia en Nueva York de su decisión de establecer una estación de inteligencia en Chile. Nadie comentó nada, Arthur sabía lo que hacía y la responsabilidad era suya”, agrega.
Sobre Chile aparecen más revelaciones: “En la lista de candidatos confiables, Galo incluyó dos docenas de nombres, Entre ellos había personas de diversas profesiones y estratos sociales, pero predominaban los periodistas. Los más mencionados eran del diario El Siglo”. Luis Corvalán -quien luego fuera secretario general del PC de Chile-, era en ese entonces director del diario comunista. “Hablaba con cariño de los ‘conspiradores’, jóvenes escritores del periódico. Entre ellos estaban Víctor Corvalán Pereira, el poeta costarricense Joaquín Gutiérrez, el poeta hijo de palestinos Mario Abueid Abujail, el chileno Christian Casanova y el venezolano Eduardo Pecchio. Todos ellos recomendados por Galo y coordinados por Leopoldo Arenal, se unieron a la red de inteligencia de Arthur, es decir, a la red chilena del NKVD”.
Por las 232 páginas de este apasionante libro: Iósif Grigulevich: Primera Parte. El hombre de Stalin en América Latina, transita buena parte de una historia desconocida del siglo XX, redes de espionaje y vericuetos de agentes al mando del “comunismo de Moscú”: personajes históricos de la talla de Stalin, Trotski, o Beria; o de Hitler, Churchill, y Franco; e intelectuales, escritores y artistas como Rafael Alberti, Iliá Ehrengurg, Ernest Hemingway, Frida Kahlo, y Diego Rivera… y de Chile, los aún recordados: Pablo Neruda, Galo González, Luis Corvalán, Carlos Contreras Labarca, Luis Enrique Délano, Enrique Kirberg, y Marta Brunet, entre otros.
Por Arnaldo Pérez Guerra.