PAÍS DE JAUJA
En esta edición: UNA MUJER LLAMADA SANTIAGO
Como coagulo hinchado de fulgor escarlata, transcurría por arterias sumergidas en catacumbas caldeadas, bajo la compostura del asfalto metropolitano, túneles asfixiados por camanchaca de la carne, tifones nacidos en axilas y entrepiernas, adheridas unas a otras, pieles desconocidas, fusionadas en momentos efímeros tallados en la historia subterránea de la urbe hembra. Iba siempre en el último carro, con el alma arrinconada a sus cien kilos, a cien kilómetros por hora, con la sien sudada por el trajín de ese after office que duraba una hora de viaje. Lo que pasaba en ese trayecto, era la rutina más fascinante de su aletargada vida. Subía al vagón en el Metro Escuela Militar, con el corazón bombeando la ansiedad de una ciudad salvaje, como el atrevimiento de su roce. Corría hasta su esquina preferida, el ángulo perfecto, donde batía el faro que guiaba su vicio inocente. A nadie dañaba con aquel juego de fantasías, por el contrario.
-“Gracias mi niño, pero estoy por bajarme”- le decía a los gentiles caballeros que le ofrecían el asiento, al verla circunspecta y rechonchita, ahogada en el caldo libidinoso del verano infernal, entonces, cuando los hombres se paraban frente a ella, la catarsis del día comenzaba a exhalar el suspiro tibio y barroco de su boquita roja, como glóbulo que corre por la vena, Metro tras Metro, soplando con dulzura la nuca de esos amantes sin rostro, de espaldas triangulares y retaguardias voluptuosas, esponjosas, como su corazón. Y cuando se bajaba en San Pablo, la última estación, los grados del vagón sauna la tenían derramando agua del río Mapocho, por piernas y brazos, cincuenta kilos menos, quemados en la opera metalera del túnel; grasa desprendida en empujones que friccionaban con ternura, su cuerpo de muñeca empaquetada al vacío. Salía de la oficina a las seis de la tarde, después de estar diez horas repitiendo al teléfono: “No mi niño, don Sebastián no viene a la empresa ahora”; informaba con ternura, sentada en la gélida recepción de la industria del Presidente.
Era encantadora, pero esa risa forzosa, ocultaba la pena de su soledad. Mientras alargaba el paso hacia el Metro, meneaba las caderas al ritmo de la lonchera, ansiosa por hacer la eterna fila india, que descendía hasta aquel submundo encendido, luego de doscientos años esperando por un boleto. A las siete de la tarde iba en mitad del viaje, entonces la purga del día comenzaba a irradiar el suspiro del crepúsculo, justo cuando su halo pasaba por la estación Salvador. La morbidez criolla iba quedando en el sendero oscuro de la moral, en el túnel de la línea uno, en la caldera del pueblo que retorna al nido, para volver a vivir todo de nuevo, día a día, bajo el cauce del sol.
-“¡Disculpe señorita, no fue mi intensión!”- le dijo un fisicoculturista, enchapado en spandex, después de rasguñarle la teta izquierda por casualidad.
-“No se preocupe mi niño”- contestó ella, sonriendo gozosa.
Pero el carnudo extraño ya iba tras la manada, escalando hacia la metrópoli colmada, lejos de su pecho maternal, en instantes que Santiago suspiraba en la nuca de un nuevo forastero, que ofrecía el espinazo obrero que tanto amaba.
Por Eugenio Norambuena Pinto