Umberto Eco ha apilado una biblioteca que supera los 30 mil títulos. Según se cuenta, los visitantes ante esta impresionante colección no pueden evitar preguntarle al enciclopédico cuántos de esos libros ha leído. La orgullosa respuesta es que no ha leído la mayoría, pero que esos libros no leídos no son menos valiosos, porque constituyen un tesoro de investigación, una plétora de posibilidades, una celebración de lo que aún no sabemos. Eco llama a esto una «antibiblioteca».
Y aquí crece nuestra admiración por el semiólogo y novelista italiano que se comprueba un aristócrata de las letras. ¡Qué gran dignidad la de tener una biblioteca de libros no leídos! Ser, como nombran los japoneses, un tsundoku, un apilador de libros, agente babélico irredento. Por lo demás, como se sabe, mientras más se conoce, mayor es el área de contacto con lo desconocido.
Borges se jactaba, más que de los libros que había escrito, de los libros que había leído. Pero nosotros tomemos otro partido: encontremos sosiego en los libros que no hemos leído, pero que, por fortuna, nos hemos agenciado, llenando el jardín de sonidos futuros, minando el ocio con textos que nos aguardan estáticos. Presumamos entonces esos libros que no hemos leído, esas vidas que no hemos vivido, aunque son parte ya de nuestro repertorio de lo posible.
El placer de tener una biblioteca de libros aún no leídos se puede equiparar con tener un harén en la mente. El dueño de la colección es como ese mítico emir que dormía cada noche del año con una doncella distinta. Hay un cálido confort en saber que siempre, en una habitación contigua del teatro de la memoria, hay una fiesta para la que nosotros hemos elegido a los invitados, los cuales nos deleitarán con las viandas más exóticas, leche y miel, y miles de ofrendas de sus tierras lejanas, un promiscuo convite de ideas a destapar. Lux et voluptas, la orgía perpetua.
Por lo demás, André Gide solía decir que solo los necios no se contradicen a sí mismos. El que tiene libros sin leer puede vanagloriarse (contra la infatuación del lector orgulloso de no tener un título sin leer, que es como el burgués que tiene la conciencia limpia al final del día) de permitirse el derecho de cambiar de opinión. Una vez compramos aquel libro que creímos indispensable, pero luego, pasó el tiempo y nos permitimos cambiar con él. Acaso más adelante volvamos a tener necesidad de ese texto. Eso sí, mientras tanto, habrá que ser consecuente y admitir que no se lo leyó. O comprar uno de esos textos que se llaman Hablar de libros sin leer o Los 100 libros imprescindibles, ¡siempre y cuando queden sin leer!