En el año 2002 se comenzó a construir el muro de Lo Barnechea, por decisión de la alcaldesa Marta Ehlers, según ella, por petición vecinal: “A mí me dijeron que había muchos delincuentes y tenía que hacer algo”. Si se lo dijo una aparición mariana o una zarza en llamas lo mismo da, ella tenía que hacer algo. E hizo lo más lógico. Un muro (costeado con recursos municipales) que dividiera la población, de aquí a allá los ricos, de acá a allí los delincuentes. Perdón, los pobres. Supongo que todo motivado por ese gusto hacia las modas europeas: si vienen inmigrantes de África en patera a las costas de Italia, Grecia o de España, aparecen más vallas y se endurecen las leyes de acceso. Nadie se cuestiona el porqué miles de personas arriesgan su vida por poder ir a un sitio mejor.
Tampoco es cuestión de abrir las puertas de las casas de los más adinerados y preparar un mokaccino a los más desfavorecidos (ni de abrir las aduanas sin solicitar un documento identificativo). Todo pasa por buscar soluciones más cabales. Y la solución no pasa por echarle más cemento al muro. La solución pasa por la empatía.
El muro de Lo Barnechea se construyó, con beneficios agregados. Al aprovechar el desnivel, los que están más arriba (los ricos) ya no ven las casuchas de los que están más abajo (los pobres). Sobre su eficacia para contener a los delincuentes, habría que volver a preguntarle a Ehlers. Hace unos meses unos asaltantes entraron en su casa para robar sus joyas. Saltaron el muro de Lo Barnechea, y el muro perimetral que rodea el hogar de la exalcaldesa. Los muros, las fronteras, no atajan los problemas. Son vanos intentos por invisibilizarlos. No han mejorado la seguridad ni en el barrio Morumbi de Sao Paulo, ni en Las Casuarinas de Lima.
El arte, ya que la política o el empresariado poco hacen por atajar las divisiones, proporciona otro tipo de mirada para enfocar el asunto desde otra óptica. Como la del fotógrafo Joaquín Sarmiento con su trabajo sobre la favela Paraisópolis, colindante al citado Morumbi. Pero quedémonos en Chile y en cómo varios artistas nacionales han trabajado con el muro, y con esas estructuras metálicas de seguridad tan comunes en el país. Patrick Hamilton las ha colgado de la pared y las convertido en símbolos dorados, en una especie de trampa de cazador de gran belleza, una amenaza decorativa. Da que pensar, y mucho, la conversión de algo que divide, que protege, construido con la voluntad de herir el cuerpo del intruso, en un ornamento, una silueta brillante y atractiva. En un sentido parecido ha trabajado Rodrigo Canala, en su caso, cubriendo las protecciones de acero con escarcha metálica de plata. O los pone en vertical y los hace girar sobre su eje, como en su obra “Corona”. Igualmente, transforma una defensa en un entretenimiento visual. Y Andrés Durán fotografía remates de pilar con creativas formas vegetales, en otro intento de disimular elementos dañinos (sí, las púas de acero, las cercas metálicas o los cristales rotos que rematan los muros tienen como objetivo hacer daño a quien quiera trepar) bajo un disfraz alegre. Es algo más que un eufemismo formal: es un engaño.
Y es una alegoría. Algo que nos puede parecer “bueno”, o “bonito”, esconde una función defensiva e, incluso, agresiva. Elevar un muro por motivos de segregación social es, más que una contención, una agresión.
Otra artista, Carolina Illanes, trata este tema desde otro punto de vista. En su exposición “Bungalow” construye una jaula laberíntica de rejas, que terminan, de nuevo, en esos picos metálicos tan “chilenos”, generando espacios vacíos que no pueden ser transitados. El espectador que esté a un lado del diseño de rejas es capaz de ver al que se sitúe enfrente, pero no se puede cruzar, ni penetrar en el espacio. Se ve a través de la barrera, pero no se franquea. Hablamos ahora de una segmentación mental, figurada, y en la que los habitantes de ambos lados del “muro”, pueden entrelazar miradas. Porque, como indica este trabajo, los muros más gruesos, casi insuperables, no son los físicos.
El muro de “El Club” (Pablo Larraín, 2015), la excelente película chilena que retrata a esos sacerdotes criminales que disfrutan de un aislamiento subvencionado por la iglesia. En uno de los episodios del largometraje, una víctima de abusos sexuales por parte de un religioso acude a la casa de retiro para desahogarse a gritos. Frente a él un muro no muy alto, y una puerta. La víctima no intenta entrar. Hay un muro psicológico, recurso similar al utilizado por Luis Buñuel en “El discreto encanto de la burguesía” (1972). El sacerdote pederasta, tampoco. Como se imaginarán, no sólo no logran entenderse. No quiero meter un spoiler, así que me limitaré a decir que los dos acaban mal. Muy mal.
Siguiendo con el cine, “Experimenter” (Michael Almereyda, 2015) es una interesante película acerca de los experimentos que realizó el psicólogo Stanley Milgram sobre la obediencia a la autoridad. Establecía dos espacios. En uno, un individuo A frente a un aparato que provocaba descargas eléctricas a otro, individuo B, situado en el segundo espacio. Entre ellos, un muro opaco. El individuo A hacía preguntas y si el B fallaba, éste recibía la descarga, emitiendo gritos que, cuanto más fallaba, más desgarradores eran. Todo era, como desvela el film, un truco: el B era un actor contratado que fingía los dolores. El experimento quería establecer cuántas personas, a pesar de escuchar los lamentos y gemidos al otro lado del muro, seguían con el proceso, a pesar de no haber sido forzados ni obligados a hacerlo. Todos realizaron la tarea sin discutirla. Todos excepto uno. ¿Quién? Un voluntario que había sufrido descargas eléctricas con anterioridad. La respuesta del experimento es que uno entiende el sufrimiento ajeno…si desarrolla la empatía. Por eso comentaba con anterioridad que la solución a la desigualdad social en Chile no pasa por elevar tapias. Si no por generar instancias de empatía. Ojo. Por ambos bandos. En caso contrario, las diferencias se seguirán agrandando.
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Obra 1. Patrick Hamilton. Intersecciones. 2014, protecciones de fierro bañadas en cobre, 2,80 x 5,60 metros. Vista de la instalación, Galería Marta Cervera, Madrid.
Obra 2. Patrick Hamilton. Black diamond. 2010, protecciones de fierro esmaltadas, 1,40 x 1,40 metros. Vista de la instalación, Galería Marta Cervera, Madrid.
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Por Juan José Santos
Crítico / Curador